El plan de Dios para la renovación y sanidad de nuestra tierra
F. Wayne Mac Leod
Copyright © 2016: F. Wayne Mac Leod
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede reproducirse ni transmitirse de forma alguna sin la autorización por escrito de su autor.
A menos que se indique otra versión bíblica, todas las referencias fueron tomadas de la Nueva Versión Internacional.
Tabla de Contenido
- Prefacio
- Introducción
- 1 – Cuando yo Cierre los Cielos
- 2 – Mi Pueblo
- 3 – Lleva mi Nombre
- 4 – Se Humilla y Ora
- 5 – Buscando el Rostro de Dios
- 6 – Yo lo Escucharé Desde el Cielo
PREFACIO
Este es un sencillo estudio de II Crónicas 7:13-14. No hay nada nuevo en este comentario. No escribo para exponer ningún secreto escondido de las Escrituras. La verdad de estos dos versículos es antigua y sencilla, pero es algo que necesitamos escuchar una vez más en nuestros días.
En una época en la que estamos en busca de nuevos programas y técnicas para mantener el interés y hacer que crezcan nuestras iglesias, no es difícil perderse la sencillez de lo que Dios está comunicando a Su pueblo en estos versículos. La salud de nuestras iglesias y de nuestra vida espiritual no depende de técnicas ni de programas nuevos, sino de volver a la sencilla enseñanza de la Palabra de Dios. II Crónicas 7:13-14 constituye la clave para la salud y el fruto espirituales.
En estos dos versículos yace la respuesta de la oración de Salomón por perdón y una renovada bendición para el pueblo de Dios. En respuesta a la oración de Salomón, Dios comparte Sus condiciones para que ocurran ese perdón y esa sanidad. Si quieres saber lo que Dios exige para renovar y refrescar tu vida espiritual, estos dos versículos son fundamentales.
Dedícate a estudiar este comentario; necesitarás tiempo para reflexionar sobre él. Las preguntas al final de cada capítulo están diseñadas para ayudarte a lograrlo. Pídele al Espíritu de Dios que abra tu mente a lo que Él quiere enseñarte mediante las sencillas verdades de estos versículos.
Es mi oración que a Dios le plazca usar Su Palabra para renovar y refrescar todo aquello que anhelamos ver, no sólo en nuestra vida sino en nuestra sociedad también. Que se complazca en bendecirte mientras te dedicas a este estudio.
F. Wayne Mac Leod
INTRODUCCIÓN
El sueño de la vida del rey David fue construir un templo donde el pueblo pudiera adorar a Dios. Él jamás llegaría a ver el cumplimiento de ese sueño, pero su hijo Salomón sí lo haría realidad. Cuando Salomón construyó el templo, no escatimó gasto alguno. Contrató a setenta mil hombres para que transportaran los materiales al lugar de la construcción. Ochenta mil canteros trabajaron en las montañas cortando la cantidad de piedras que se necesitaban. Salomón además contrató a tres mil seiscientos capataces para que supervisasen la obra (ver II Crónicas 2:1-2). I Reyes 6:1 nos dice que aun con esta gran fuerza laboral, les llevó siete años construir la espléndida obra arquitectónica. El templo fue construido utilizando los más exquisitos materiales con los que se podía contar en aquella época, y llegaría a ser uno de los mayores logros arquitectónicos de entonces.
Es importante notar que el templo no fue diseñado solamente para impresionar; tenía un propósito muy particular. El deseo de David era que Israel contara con un sitio en el que se pudiese recordar y adorar a Dios. Allí en Su casa, iban a poder hallar perdón mediante los sacrificios ofrecidos a su favor. Allí podrían expresar su agradecimiento al Señor su Dios mediante ofrendas y acciones de gracias que les elevarían.
El templo además representaba la esperanza de Israel en la venida del Mesías. Cada mueble les enseñaba algo acerca de la obra de su Sacerdote y Rey, a quien esperarían. El altar les recordaba que sería Él la Luz del mundo (ver Juan 1:4-9). El Pan sobre la mesa en el Lugar Santo apuntaba hacia el Señor Jesús, quien declararía ser el Pan de Vida (ver Juan 6:25-59). Mediante Su muerte, Jesús rasgaría la cortina que les separaba de Dios (ver Mateo 27:50-51). El templo era símbolo de la fe de Israel y representaba su relación con el Señor, su Dios.
Salomón tomó muy en serio la construcción del templo. Cuando hubo acabado, reunió a todo el pueblo, y de pie frente del altar, elevó sus manos y oró. Su oración en II Crónicas 6:12-42 refleja que entendía el significado de la obra que había acabado. El templo era una expresión visible de la fe de Israel ante el mundo, pues el pueblo de Dios declaraba públicamente así que eran Sus hijos. Esto colocaba a Israel bajo una gran obligación. El hecho de declararse adoradores de Dios al construir este edificio, todavía viviendo en pecado, era malinterpretar al Dios que ellos declaraban. Constituía ante las demás naciones una blasfemia a Él. Se trataba de un asunto serio, de algo que ciertamente Dios no iba a tomar a la ligera.
Es interesante destacar que cuando Salomón oró en II Crónicas 6:12-42, su oración fue que el pueblo de Dios fuese perdonado aquel día por no representar correctamente al Dios que estaban declarando en público. En la oración de Salomón se repite cuatro veces la frase “oigas y perdones” (II Crónicas 6:21, 25, 27, 30). Salomón también le pidió a Dios que “oyera y juzgara” (II Crónicas 6:23), y que “les oyera y les defendiera” (II Crónicas 2:39), y todo esto en el contexto de la necesidad de Israel por la intervención de Dios a causa de su pecado o por no haber representado debidamente al Dios que declaraban.
Cuando Salomón dedicó el templo, entendió que no sólo se trataba de reconocer la terminación de un gran proyecto arquitectónico: se trataba de que el pueblo de Dios anduviese de tal forma, que fuese digno del nombre que estaban confesando públicamente en aquel día. Debido a la naturaleza humana, Salomón sabía que tanto él como su pueblo caerían, por lo cual imploró a Dios Su perdón por haberle fallado y por no haber representado dignamente Su nombre. Clamó al Dios de compasión para que les tuviese misericordia por no estar ellos a la altura de ser Sus representantes en el mundo.
II Crónicas 7:13-14 constituye la respuesta a la oración de Salomón. Dios le prometió en estos dos versículos que perdonaría y sanaría tanto a Su pueblo como su tierra. Sin embargo, esto sólo iba a suceder si ellos cumplían con ciertas condiciones. La sanidad de su tierra y el restablecimiento de su relación con Dios no serían únicamente una cuestión de pronunciar una oración. Para que tuvieran lugar verdaderamente la sanidad y la restauración, debían cumplirse ciertas condiciones. En el desarrollo de los siguientes capítulos, nos dedicaremos a analizar la respuesta de Dios a la oración de Salomón, así como las condiciones que se requerían para el perdón y la sanidad. Es mi oración que al Espíritu de Dios le plazca usar nuevamente este pasaje para restaurar y traer sanidad a Su pueblo.
F. Wayne Mac Leod
1 – CUANDO YO CIERRE LOS CIELOS
Cuando yo cierre los cielos para que no llueva, o le ordene a la langosta que devore la tierra, o envíe pestes sobre mi pueblo… (II Crónicas 7:13)
Como vimos en la introducción, el contexto de II Crónicas 7:13-14 es la oración de Salomón luego de la construcción del templo, el cual constituía un símbolo de la fe de Israel. Esta oración constituyó una declaración pública ante el mundo acerca del Dios a quien ellos adoraban. La manera en la que estaba diseñado el templo hablaba al pueblo del Mesías que había de venir; aquel era el lugar de la adoración a Dios para todo el país. En el atrio exterior se realizaban sacrificios para el perdón del pecado; la presencia de Dios yacía en el lugar santísimo.
Israel gozaba de una posición privilegiada como pueblo de Dios, escogido por sobre el resto de los países. Dios se estableció para morar entre ellos y los bendijo más allá que las demás naciones. Sin embargo, junto con este privilegio vino una tremenda responsabilidad: ellos debían dar a conocer a Dios a las naciones. No siempre lo hicieron bien, pues a menudo caían en pecado y no honraban Su nombre.
Fíjate al comenzar a analizar el versículo 13 que hubo consecuencias por esa desobediencia y por la mala representación del nombre de Dios. En este caso, las consecuencias por dicha desobediencia surgieron de tres formas:
1. Se cerraron los cielos para que no lloviese
2. La tierra fue devorada por langostas
3. El pueblo fue herido con plagas
Dios le dejó bien claro a Salomón que castigaría el pecado y la rebelión. Fíjate que ese castigo iba a afectar los cielos, la tierra y a las personas. Es importante que entendamos las devastadoras consecuencias del pecado, no sólo para nuestras vidas, sino para la tierra en sí.
Cuando Adán y Eva pecaron contra Dios allá en el jardín del Edén, sucedieron varias cosas. En primer lugar, hubo consecuencias espirituales. Su pecado causó una separación entre ellos y Dios: por primera vez se escondieron de Su presencia (Génesis 3:8). En segundo lugar, hubo consecuencias emocionales: por primera vez sintieron vergüenza, que en este caso era su desnudez (Génesis 3:10). En tercer lugar, hubo consecuencias en la tierra: la maldición del suelo y los animales, así como el establecimiento de la muerte en todas las criaturas (Génesis 3:17-19).
El pecado tiene consecuencias de gran alcance. Nadie puede decir: “Pero mi vida no le hace daño a nadie”. La presencia del pecado en este mundo afecta a toda la creación. Fíjate en lo que dijo el Señor a las personas de la época de Oseas:
Cunden, más bien, el perjurio y la mentira. Abundan el robo, el adulterio y el asesinato. ¡Un homicidio sigue a otro! Por tanto, se resecará la tierra, y desfallecerán todos sus habitantes. ¡Morirán las bestias del campo, las aves del cielo y los peces del mar! “¡Que nadie acuse ni reprenda a nadie! ¡Tu pueblo parece acusar al sacerdote! ” (Oseas 4:2-3)
En todo el Antiguo Testamento existe una fuerte conexión entre la desobediencia y la remoción de la bendición de Dios sobre la tierra. Aquí en el cuarto capítulo de Oseas, vemos cómo el pecado de Israel afectó no sólo la tierra, sino también a los animales, los peces del mar. Los animales de tierra, cielo y mar estaban muriendo porque el pueblo de Dios se encontraba pecando. El pecado del pueblo de Dios no sólo destruiría los animales, sino la tierra.
Todos recordamos la historia de Acán, en Josué 7. Fue el hombre que sustrajo artículos de la ciudad de Jericó, violando así de manera directa la orden que había dado Dios en Josué 7:1. La consecuencia fue que la presencia de Dios abandonó a la nación israelita, lo cual impidió que le siguiera proporcionando la victoria en sus batallas. En la batalla de Hai murieron treinta y seis hombres como resultado inevitable del pecado de Acán (Josué 7:4-5). La bendición de Dios pudo ser restaurada sólo después que Acán confesó su pecado y fue ejecutado. La prosperidad de la nación de Israel no dependía de su experiencia militar, sino de su obediencia a la Palabra de Dios. En este caso, las consecuencias de la desobediencia repercutieron en lo militar, y se perdieron muchas vidas.
Pudiéramos hablar muchísimo sobre las consecuencias del pecado, pero basta decir que es el enemigo número uno de la raza humana. Su presencia destruye nuestra tierra, y nos separa de Dios y de la plenitud de Sus bendiciones. Hay países enteros que han sido destruidos por su causa. Hay razas que han sido borradas de la superficie de la superficie como resultado de su influencia. Hay innumerables almas que se han perdido porque jamás fueron liberadas de sus mortales garras. Es para vergüenza nuestra que desconocemos la terrible naturaleza del pecado y sus consecuencias para nuestra tierra.
Fíjate en II Crónicas 7:13 el uso de la frase: “Cuando yo cierre los cielos para que no llueva”. La palabra ‘cuando’ es bien importante; nos dice que ciertamente sucederá. Dios conoce el corazón humano, así como sus pecaminosas tendencias. Imagínate criar a tus hijos creyendo erróneamente que ellos jamás necesitarán ser disciplinados porque siempre harán lo correcto. Todos los hijos se resisten a obedecer. Dios sabe que con frecuencia tendrá que disciplinarnos para traernos de vuelta a la senda de la verdad y la justicia.
La disciplina de Dios es para nuestro bien. Nos disciplina porque nos ama y quiere que andemos en el camino que nos ha preparado. El escritor de Hebreos lo deja bien claro cuando dice:
Y ya han olvidado por completo las palabras de aliento que como a hijos se les dirige: “Hijo mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo. Lo que soportan es para su disciplina, pues Dios los está tratando como a hijos. ¿Qué hijo hay a quien el padre no disciplina? (Hebreos 12:5-7)
La disciplina y el castigo son necesarios si hemos de crecer y madurar; también son salvaguardas para impedir que sigamos desviándonos en el pecado. Dirigiéndose a la rebelde nación de Israel en días de Oseas, el Señor declaró:
Su madre es una prostituta; ¡la que los concibió es una sinvergüenza! Pues dijo: Quiero ir tras mis amantes, que me dan mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis bebidas. Por eso le cerraré el paso con espinos; la encerraré para que no encuentre el camino. Con ardor perseguirá a sus amantes, y al no encontrarlos dirá: Prefiero volver con mi primer esposo, porque antes me iba mejor que ahora. (Oseas 2:5-7)
Fíjate en lo Dios está diciendo aquí; que iba a obstaculizar el paso a Israel con espinas, que iba a acorralarla para que no pudiese ir tras sus amantes. Por último, dice que estaba intentando llamar la atención de ella para que regresara a Él. Iba a hacer con toda deliberación que su camino se tornase difícil e infructífero, para volverla hacia su verdadero Esposo y hallar para ella gozo y consuelo en Él.
En II Crónicas 7:13, Dios dice a Su pueblo que habría consecuencias por el pecado y la rebeldía. Si ellos le abrían la puerta a aquel enemigo atroz, sentirían sus espeluznantes efectos no solamente en sus vidas, sino en su propia tierra.
Si el pueblo de Dios le abría la puerta al pecado y le daba la espalda, Él iba a cerrar los cielos para que no hubiese lluvia. Sin lluvia, se perderían sus cosechas; no habría qué comer; sus hijos pasarían hambre. Se arruinaría por tanto su economía, expandiendo así la pobreza por toda la tierra. Irremediablemente, comenzarían a morir de forma lenta y cruel, y el versículo deja claro que Dios haría esto como consecuencia directa del pecado y la rebeldía en la tierra.
No sólo cerraría los cielos para que no lloviese, sino que además dijo a Salomón que mandaría langostas a devorar la tierra. Lo que no muriese por la falta de agua, serviría de alimento a las langostas, las cuales arrasarían con todo lo que encontraran a su paso, sin dejar nada para el pueblo de Dios.
En Israel desaparecería todo; lo que habían acumulado quedaría reducido a nada. Sus vidas se tornarían cada vez más difíciles. El profeta Hageo habla de esto cuando describe lo que estaba ocurriendo en su época:
Así dice ahora el Señor Todopoderoso: “¡Reflexionen sobre su proceder! Ustedes siembran mucho, pero cosechan poco; comen, pero no quedan satisfechos; beben, pero no llegan a saciarse; se visten, pero no logran abrigarse; y al jornalero se le va su salario como por saco roto”. (Hageo 1:5-6)
En el tiempo de Hageo las cosechas eran escasas, y el pueblo de Dios no tenía lo suficiente para comer. Tenían ropa, pero siempre pasaban frío. Hacían dinero, pero no les alcanzaba para sufragar las necesidades básicas de la vida. Parecía que lo que sí tenían estaba tan arrasado, que siempre estaban careciendo.
Dios además le dijo a Salomón en este versículo que enviaría una peste para atacar al pueblo cuando vivieran en pecado y no estuviesen honrando Su nombre. Aunque no se nos dice la naturaleza de esta plaga, sabemos que en cualquiera de ellas abundan la enfermedad y la pérdida de vidas. Fíjate en la frase: “sobre mi pueblo”. No se trata de incrédulos, sino del pueblo de Dios; es el de Dios al que le tocaría sufrir de esta forma, y todo debido al pecado en sus vidas.
El pecado no se puede tomar a la ligera. No hay que meditar mucho en este pasaje para darnos cuenta del intenso odio que le causa a Dios el pecado, y de lo éste le hace a Su creación. Su odio por el pecado es tan intenso, que cierra los cielos, devora la tierra y causa estragos con una peste mortal a los que se afectan con el pecado.
Salomón sabía que Dios iba a castigar a todos los que anduviesen en la senda del pecado, y oró especialmente por esto, pidiéndole a Dios que le tuviese misericordia a Israel en Su ira contra el pecado. Detente a analizar la oración de Salomón en II Crónicas 6:26-30:
“Cuando tu pueblo peque contra ti y tú lo aflijas cerrando el cielo para que no llueva, si luego ellos oran en este lugar y honran tu nombre y se arrepienten de su pecado, óyelos tú desde el cielo y perdona el pecado de tus siervos, de tu pueblo Israel. Guíalos para que sigan el buen *camino, y envía la lluvia sobre esta tierra, que es tuya, pues tú se la diste a tu pueblo por herencia. Cuando en el país haya hambre, peste, sequía, o plagas de langostas o saltamontes en los sembrados, o cuando el enemigo sitie alguna de nuestras ciudades; en fin, cuando venga cualquier calamidad o enfermedad, si luego en su dolor cada israelita, consciente de su culpa extiende sus manos hacia este templo, y ora y te suplica, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y perdónalo. Págale a cada uno según su conducta, la cual tú conoces, puesto que sólo tú escudriñas el corazón humano. Así todos tendrán temor de ti y andarán en tus caminos mientras vivan en la tierra que les diste a nuestros antepasados.”
II Crónicas 7:13-14 constituye la respuesta de Dios a la oración de Salomón en el capítulo precedente. En este primer versículo, Dios confirmó a Salomón que disciplinaría y castigaría a Su pueblo por el pecado, y que se les retiraría la bendición. El pecado y la rebeldía del pueblo contra Dios tendrían implicaciones en lo espiritual, en lo emocional y en lo físico. Destruiría su economía, su agricultura y su ejército, es decir, todos los aspectos de sus vidas. Esta fue la promesa de Dios.
Las consecuencias del pecado son horribles. Satanás no quiere que entendamos esta verdad; quiere que creamos que podemos pecar y que Dios no lo toma en cuenta. No quiere que veamos el impacto que nuestro pecado está teniendo tanto en nosotros como en nuestra tierra, y II Crónicas 7:13 nos desafía al respecto. Esto nos muestra que Dios es santo y que juzgará el pecado, la rebeldía. Cuando sea necesario, Él retirará Su bendición y disciplinará, castigará a quienes se resistan a Su propósito. En ocasiones esa disciplina será severa.
Si hemos de experimentar sanidad y restauración en nuestra tierra, el primer paso es que veamos el pecado como Dios lo ve. No podemos ser sanados si no reconocemos que estamos precisando la sanidad. Debemos ponernos cara a cara con la desconcertante realidad de lo que el pecado está ocasionando en nosotros, nuestros amigos y nuestra tierra. Debemos entender la intensidad del odio de Dios hacia el pecado, que es en última instancia nuestro mayor enemigo. Nos desprovee de todo lo bueno y nos separa de todo lo que Dios tiene para nosotros individualmente y como parte del cuerpo de Cristo.
Nosotros dedicamos mucho tiempo y dinero para buscar maneras de ayudar a nuestras iglesias crecer y experimentar una bendición de Dios más profunda. La clave para la bendición y la madurez no es que haya más conferencias o programas, sino una obediencia más profunda. La bendición de Dios cae sobre quienes le aman y andan en obediencia a Su propósito. En II Crónicas 7:13, Dios promete cerrar los cielos y retirar Su bendición si no lidiamos con el pecado. La gran necesidad de nuestra época es tener una mayor conciencia del pecado y de sus consecuencias.
Para tu consideración:
• ¿Qué efectos tiene en nuestra tierra el pecado? ¿Qué efecto tiene en nosotros de forma personal? ¿Existen evidencias de todo esto en la actualidad? Explica.
• ¿Por qué Dios retiene Sus bendiciones? ¿Qué sucedería si no las retuviese ni castigase el pecado?
• ¿Qué ha estado haciendo Satanás para ocultar de nosotros las consecuencias del pecado? ¿Cómo nos ha engañado él al respecto?
Para orar:
• Agradécele al Señor por ser un Dios santo cuyos caminos son perfectos y justos.
• Pídele que te dé un mejor entendimiento del pecado, así como de sus consecuencias para tu país y tu iglesia.
• Pídele al Señor que te revele cualquier pecado que hoy te esté impidiendo experimentar la plenitud de Su bendición para tu vida.
• Dedica un momento para confesar tu pecado y pídele a Dios que te muestre cómo puedes derrotarlo.
2 – MI PUEBLO
Si mi pueblo… (II Crónicas 7:14)
El apóstol Pedro deja claro que el juicio comenzará por el pueblo de Dios.
• ¿Qué pecados en particular obstaculizan la bendición de Dios para tu sociedad y tu iglesia?
3 – LLEVA MI NOMBRE
“Si mi pueblo, que lleva mi nombre”. (II Crónicas 7:14)
En el capítulo anterior vimos que II Crónicas 7:13-14 fue escrito a creyentes. En la siguiente parte de este versículo, el Señor describe a Su pueblo como aquellos que llevan Su nombre. ¿Qué significa llevar el nombre de Dios, y cómo se aplica al contexto de estos dos versículos? Veamos tres maneras en las que los creyentes llevan el nombre de Dios.
UN MINISTERIO ESPECIAL
La primera forma en la que el creyente lleva el nombre de Dios es mediante Su(s) don(es) y propósito, que son específicos. A lo largo de las Escrituras el Señor siempre ungió a Su pueblo y los apartó para una causa en particular. El Espíritu Santo apartó a Pablo y a Bernabé como misioneros en Hechos 13:2:
Mientras ayunaban y participaban en el culto al Señor, el Espíritu Santo dijo: “Apártenme ahora a Bernabé y a Saulo para el trabajo al que los he llamado”.
El apóstol Pablo tenía bien claro el llamado de Dios en su vida cuando escribió en Romanos 1:1:
Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, apartado para anunciar el evangelio de Dios.
Dios tenía una tarea específica para Pablo en su vida. Él había sido consagrado para predicar el evangelio a los gentiles.
Este llamado de Dios no es sólo para ciertos individuos. El apóstol Pedro recuerda a sus lectores que todos ellos habían sido escogidos por Dios para un propósito en particular. Fíjate lo que les dice en I Pedro 2:9:
Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable.
Según Pedro, todos hemos sido llamados al oficio del sacerdocio. Esto requiere que seamos un pueblo santo, que declare las alabanzas de Dios en un mundo lleno de tinieblas. A dondequiera que vayamos, representamos al Señor Dios como quienes Él ha escogido.
Según Pablo en I Corintios 6:19-20, Dios demanda algo de nuestras vidas:
¿Acaso no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños; fueron comprados por un precio. Por tanto, honren con su cuerpo a Dios.
Los creyentes son propiedad del Señor; Su Espíritu Santo mora en nosotros. Somos Sus siervos, y nos ha escogido como instrumentos para brindar luz y bendición a las naciones. Nuestro cuerpo es templo el Espíritu Santo. No podemos obrar como nos plazca con este cuerpo, pues le pertenece a Dios, y Él ha escogido usarlo para Su gloria.
Somos embajadores de Cristo. Este no es el llamado de una minoría selecta, sino el de cada creyente. Pablo lo deja claro en II Corintios 5:20 cuando dice:
Así que somos embajadores de Cristo, como si Dios los exhortara a ustedes por medio de nosotros: “En nombre de Cristo les rogamos que se reconcilien con Dios”.
Todo creyente ha sido escogido por Dios para ser Su representante en esta tierra. Con este llamado especial viene una seria obligación: debemos representarle con fidelidad. Debemos brillar como luminares en este mundo. Dios tiene una responsabilidad para cada uno de nosotros. Nos ha equipado y dotado para una tarea en particular. Es un maravilloso privilegio llevar Su nombre y vivir en Su autoridad.
UNA RELACIÓN ESPECIAL
Hay un segundo sentido en el que los creyentes somos llamados a llevar el nombre de Dios. Cuando mi esposa y yo nos casamos, ella dejó de llevar su nombre de soltera para tomar el mío, y lo hizo por una razón especial: quería identificarse conmigo. Tomó mi nombre para que todos supieran que somos marido y mujer. De manera similar, cuando nacieron nuestros hijos, recibieron el nombre de nuestra familia, lo cual demostraba que eran nuestros. Estuvimos orgullosos de dar a cada uno de nuestros hijos el nombre de nuestra familia, y algo similar sucede cuando nos convertimos en hijos de Dios. A Dios le enorgullece darnos Su nombre. Desde el momento en que venimos a Cristo, tomamos Su nombre.
En Hechos 15, la comunidad judía batallaba con el hecho que los gentiles (los no judíos) estaban convirtiéndose a la fe en el Señor Jesús. Mientras debatían si realmente un gentil podía ser cristiano, Santiago se puso en pie y citó el pasaje de Amós 9:11-12. Lee lo que profetizó Amós en Hechos 15:16-17:
‘Después de esto volveré y reedificaré la casa derrumbada de David. Sus ruinas reedificaré, y la restauraré, para que busque al Señor el resto de la humanidad, todas las naciones que llevan mi nombre.’
El profeta Amós predijo que vendría el día en que Dios reconstruiría a la nación de Israel. En aquellos días los gentiles llevarían el nombre del Señor. Dios también llamaría a los gentiles por Su nombre. En otras palabras, estaría orgulloso de darles Su nombre y de llamarles Sus hijos.
Dios no se avergüenza de llamarnos por Su nombre.
“Seré para ustedes un Padre, y ustedes serán mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso”. (II Corintios 6:18)
Dios nos llama por Su nombre en el sentido que se identifica con nosotros y nos atrae a una relación especial con Él. Somos Sus hijos, y es por eso que Él derrama en nosotros Su amor y Sus bendiciones, aunque con este maravilloso privilegio también viene una asombrosa responsabilidad. El apóstol Juan lo capta en I Juan 3:1-3 cuando dice:
¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente porque no lo conoció a él. Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es. Todo el que tiene esta esperanza en Cristo, se purifica a sí mismo, así como él es puro.
Fíjate que los que son llamados hijos de Dios han de mantenerse puros. Aquellos que han llegado a tener esta relación especial con Dios, deben honrarle como Padre. Dios nos ha dado Su nombre para que el mundo pueda conocer que somos Suyos.
LA ESPECIAL OBRA DE DIOS EN NOSOTROS
Esta es una forma más en la que los creyentes llevamos el nombre de Dios. Esto tiene que ver con la obra de Dios en la vida del creyente.
En los tiempos bíblicos los nombres tenían un significado especial. A veces eran de naturaleza profética y reflejaban lo que un hijo iba a lograr en su vida. En ocasiones el nombre miraba hacia el pasado, a algo que le definía como persona. Otras veces se le cambiaba el nombre porque la vida del individuo tomaba un nuevo rumbo, de lo cual tenemos un ejemplo en Génesis 32:28:
Entonces el hombre le dijo: ‘Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los *hombres, y has vencido’.
Jacob fue el hombre que luchó con el ángel del Señor y llegaría a ser conocido por el nombre de Israel, que significa literalmente ‘el que lucha con Dios’. Ese nombre pasaría a la nación como declaración profética en cuanto a ellos como país.
El profeta Isaías hablaba de la época en que sería cambiado el nombre de Israel. En Isaías 62:1-2 leemos:
Por amor a Sión no guardaré silencio, por amor a Jerusalén no desmayaré, hasta que su justicia resplandezca como la aurora, y como antorcha encendida su *salvación. Las naciones verán tu justicia, y todos los reyes tu gloria; recibirás un *nombre nuevo, que el Señor mismo te dará.
Fíjate que este nuevo nombre vendría como resultado de la obra de Dios en la vida de la nación. Su justicia brillaría como la aurora, y su salvación como una tea ardiente. Ya no sería vista como Israel (la que lucha con Dios) pues Él pondría fin a esa lucha. En cambio, llevaría un nuevo nombre que reflejara de forma más precisa la obra que Dios estaba haciendo en ella.
En Apocalipsis 3:12 leemos que los que venzan, recibirán un nombre nuevo.
Al que salga vencedor lo haré columna del templo de mi Dios, y ya no saldrá jamás de allí. Sobre él grabaré el nombre de mi Dios y el nombre de la nueva Jerusalén, ciudad de mi Dios, la que baja del cielo de parte de mi Dios; y también grabaré sobre él mi nombre nuevo.
Dios escribirá Su nuevo nombre en el conquistador. Este nuevo nombre representa la obra que Dios ha hecho en ese individuo al concederle la gracia para vencer.
Cuando iba a la escuela, mis padres me compraban una libreta, y una de las primeras cosas que yo hacía era escribir mi nombre en ella. Ese nombre no sólo le indicaba a todo el mundo que me pertenecía, sino también mostraba a mis maestros que lo que allí escribía era mío. La libreta en sí no era para ellos tan importante como las tareas que yo hacía en ella. Años más tarde, al asistir a la universidad y al seminario, cada vez que escribía en algún papel, escribía allí mi nombre para hacer ver al profesor que era el autor de aquel trabajo.
Dios hace algo parecido; escribe Su nombre en nosotros y nos llama Suyos. Esto lo hace para que el mundo vea que somos hechura Suya. Si nos abrimos a lo que está haciendo, veremos muchas maneras en las cuales Dios nos está dando forma y transformando a Su imagen. Pablo recordó a los creyentes filipenses que el Dios que había comenzado la buena obra en ellos, la completaría (ver Filipenses 1:5). Dios aún está en el asunto de transformar a Su pueblo. Aún estamos siendo formados y moldeados mediante la obra de Su Santo Espíritu en nosotros. Llevamos Su nombre por cuanto somos Su obra.
Es importante que entendamos aquí que el Dios que nos puso Su nombre, invierte mucho en nosotros. Cada día continúa transformándonos; ha puesto en nosotros Su Espíritu Santo para guiarnos y forjarnos a Su imagen. Él sigue haciendo Su obra, y la seguirá haciendo hasta el día de nuestra muerte.
Es bien importante la frase: “que lleva mi nombre”. Nos muestra que Dios ha consagrado a Su Pueblo y que le ha placido llamarles Suyos (aunque no siempre ellos le honraran). Además nos muestra que ellos eran la obra de Dios en proceso; que estaba Él invirtiendo mucho en ellos. Les estaba dando forma mediante las circunstancias de la vida y transformándolos en un pueblo de santidad y de honor.
Es en este contexto que podemos entender lo que Dios le está diciendo a Salomón en II Crónicas 7:13-14. Los que llevaban el nombre de Dios fueron los que pecaron y le dieron la espalda. Dios los había escogido para ser los instrumentos mediante los cuales Su bendición alcanzaría hasta los últimos rincones de la tierra. Ellos eran un pueblo especial que vivía con todos los privilegios que implicaban el hecho de ser hijos de Dios. Dios estaba invirtiendo de Sí mismo en ellos para transformarlos. Les estaba dando forma mediante las circunstancias y mediante Su Palabra; Sus recursos estaban a disposición de ellos. Dios estaba completamente dedicado a ayudarles a alcanzar el punto máximo de su potencial. Ellos llevaban Su nombre. Sin embargo, con cada privilegio viene una responsabilidad igual de grande. Si el pueblo de Dios no toma en serio este llamado, habrá consecuencias devastadoras para la tierra.
Para su consideración:
• ¿Qué dones o talentos espirituales te ha dado Dios? ¿Cuál es Su llamado para tu vida?
• ¿Has estado usando tus dones espirituales para el Señor? ¿Has sido fiel a lo que Dios te ha llamado a hacer?
• ¿Qué obligaciones tienes ahora que Dios te ha llamado a ser Su hijo(a) y a llevar Su nombre? ¿Estás viviendo como hijo(a) de Dios? ¿Qué diferencia debería haber en tu vida ahora que perteneces a Dios?
• ¿Qué obra en particular ha estado haciendo el Señor en tu vida últimamente? ¿Qué aliento hallas en el hecho que Dios continúa Su obra en ti transformándote más y más a Su imagen?
• ¿Cuál es el resultado cuando los creyentes no toman en serio el hecho de llevar Su nombre?
Para orar:
• Pídele al Señor que te muestre cuál es la responsabilidad que debes desempeñar en Su reino. Agradécele porque Él tiene un propósito para ti.
• Agradécele al Señor Su disposición de hacerte Su hijo(a). Agradécele que le plazca y le enorgullezca ser tu Padre celestial.
• Pídele al Señor que te ayude a estar más dispuesto(a) a aprender las lecciones que quiere enseñarte. Pídele que abra más tu corazón a Él para que llegues a ser todo lo que quiere que seas.
4 – SE HUMILLA Y ORA
Si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora… (II Crónicas 7:14)
Hasta ahora hemos analizado en nuestro estudio el contexto de II Crónicas 7:13-14. Salomón ha estado orando por el pueblo de Dios, pues sabía que ellos iban a quedarse por debajo de la norma que Él había establecido para ellos. También sabía que su pecado obstruiría el fluir de la bendición de Dios para el mundo a través de ellos. Oró por la misericordia y la compasión divina para Israel cuando hubiere pecado, y en respuesta a ello, Dios le dijo a Salomón que aun cuando cayeran en pecado, Su bendición les sería restaurada si hacían cuatro cosas. Estos cuatro requerimientos se alistan en el versículo 14 de la siguiente forma:
1. Humillarse
2. Orar
3. Buscar el rostro de Dios
4. Volverse de sus malos caminos
Este versículo en ocasiones lo han sacado fuera de su contexto. Quizás hayas oído a alguien decir que si queremos la bendición de Dios, todo lo que tenemos que hacer es orar, pero esta interpretación nos hace desenfocarnos totalmente de la enseñanza principal de este versículo. La oración es sólo uno de los cuatro requerimientos de Dios aquí. Si hemos de esperar la bendición de Dios para que se restaure nuestra tierra, debemos cumplir con cada uno de los cuatro requerimientos.
Para cumplir con nuestro propósito en este comentario, dividiremos estos cuatro requerimientos en dos partes; creo que pueden entenderse mejor de esta forma. En este capítulo examinaremos lo que significa humillarnos y orar.
LA HUMILDAD
La humildad verdadera acepta la culpa
Al comenzar, debemos preguntarnos qué significa para el pueblo de Dios el humillarse. En el contexto de este pasaje, Dios está dando respuesta a la oración de Salomón por misericordia para un pueblo pecador. En este versículo se hace énfasis en el pecado. La humildad que Dios está demandando que Su pueblo manifieste tiene que ver con la confesión del pecado y con el reconocimiento de su culpa. En este contexto, que el pueblo de Dios se humillara era admitir que estaban equivocados.
II Crónicas 33:22-23 describe al rey Amón como un hombre que se negó a humillarse ante Dios:
Pero hizo lo que ofende al Señor, como lo había hecho su padre Manasés, y ofreció sacrificios a todos los ídolos que había hecho su padre, y los adoró. Pero, a diferencia de su padre Manasés, no se humilló ante el Señor, sino que multiplicó sus pecados.
Para el rey Amón, humillarse hubiese significado volverse de sus ídolos y confesar su pecado, pero fueron cosas que se negó a hacer. Fíjate que uno puede rehusarse a humillarse. Quizás hayas conocido a individuos que se hayan negado a confesar su pecado o a admitir que estaban equivocados; puede que se nieguen a reconciliarse con algún hermano(a). Dios no nos obliga a admitir nuestra culpa. Hay creyentes que mueren con pecado en sus corazones por haberse negado a confesarlos o a admitirlos. Este fue el caso de Sedequías en II Crónicas 36:11-12:
Sedequías tenía veintiún años cuando ascendió al trono, y reinó en Jerusalén once años, pero hizo lo que ofende al Señor su Dios. No se humilló ante el profeta Jeremías, que hablaba en nombre del Señor.
Sin dudas Jeremías desafió al rey en cuanto a su pecado. A pesar del hecho que el Señor le había hablado por medio del profeta, el rey Sedequías permanecía cerrado a la palabra de Dios y no estaba dispuesto a someterse. II Crónicas 36:12 nos dice que “no se humilló”. La humildad verdadera acepta la culpa.
La humildad verdadera reconoce la necesidad
Humillarnos no sólo implica el reconocimiento de la culpa, sino también de nuestra incapacidad en cuanto a hacer y a ser todo lo que Dios demanda. Cuando Esdras fue llamado por Dios para regresar con su pueblo a Israel para reconstruir la ciudad de Jerusalén y restaurar allí la adoración, no se sintió apropiado para esa tarea. Fíjate lo que le dice a Esdras:
Luego, estando cerca del río Ahava, proclamé un ayuno para que nos humilláramos ante nuestro Dios y le pidiéramos que nos acompañara durante el camino, a nosotros, a nuestros hijos y nuestras posesiones. (Esdras 8:21)
Mientras Esdras se embarcaba en esta gran aventura, dejó de lado toda forma de soberbia y de confianza en sí mismo. Acudió a Dios implorándole misericordia, fuerzas, sabiduría y orientación. Sabía que la fuerza y la sabiduría humanas no alcanzarían la victoria; por lo tanto, decidió confiar únicamente en el Señor y en Su fuerza. Andaría en lo adelante conforme lo guiara el Señor; confiaría en Su provisión.
El salmista recordó a sus lectores que el Señor enseña a los que son humildes. Dice al redactar el Salmo 25:9:
Él dirige en la justicia a los humildes, y les enseña su camino.
Este no es el caso de la persona soberbia. El orgulloso cree que es capaz de llevar a cabo la obra que el Señor le ha llamado a realizar. No confía en la fuerza del Señor, sino sirve en su habilidad humana. No espera por la dirección del Señor, sino se apoya en sus propios planes y horarios. Esta persona no está dispuesta a que se le enseñe.
La persona humilde es aquella que toma conscientemente la decisión de escuchar al Señor. Esperará en el tiempo de Dios y seguirá la dirección de Su Espíritu. El Señor se deleita en guiar a este tipo de persona. Si hemos de humillarnos como Dios manda, debemos dejar a un lado nuestras propias ideas. Debemos dejar de apoyarnos en nuestras propias fuerzas y entendimiento. Debemos acudir a Dios con un corazón y una mente dispuestos a escuchar lo que Él tiene que decir. Cuando nos reprende, debemos estar dispuestos a aceptar esa reprensión. Cuando nos pide que soltemos aquello a lo cual nos hemos estado aferrando, debemos estar dispuestos a someternos. La humildad verdadera reconoce y confía en la capacidad y en la dirección de Dios más que en las suyas.
La humildad verdadera se demuestra en actos de compasión
Humillarse implica un cambio de dirección y de corazón. La humildad verdadera se expresa en actos de ternura y de compasión. Fíjate en lo que el Señor le dice a Su pueblo en Isaías 58:4-7:
Ustedes sólo ayunan para pelear y reñir, y darse puñetazos a mansalva. Si quieren que el cielo atienda sus ruegos, ¡ayunen, pero no como ahora lo hacen! ¿Acaso el ayuno que he escogido es sólo un día para que el *hombre se mortifique? ¿Y sólo para que incline la cabeza como un junco, haga duelo y se cubra de ceniza? ¿A eso llaman ustedes día de ayuno y el día aceptable al Señor? “El ayuno que he escogido, ¿no es más bien romper las cadenas de injusticia y desatar las correas del yugo, poner en libertad a los oprimidos y romper toda atadura? ¿No es acaso el ayuno compartir tu pan con el hambriento y dar refugio a los pobres sin techo, vestir al desnudo y no dejar de lado a tus semejantes?”
Dios reprende en Isaías 58:4-7 a quienes se visten de una falsa humildad. Les dice que lo que prueba realmente la humildad es la compasión y el interés por los necesitados. La persona realmente humilde no se enfoca en sí misma; sacrifica su tiempo y sus fuerzas para quienes le rodean; ve las necesidades de ellos y está dispuesto(a) a hacer todo lo que pueda para ministrarles en su dolor. Considera sus necesidades menos importantes que las de quienes le rodean (mira Filipenses 2:3).
LA ORACIÓN
El Señor le dijo a Salomón que Su pueblo debía humillarse y orar. Debemos ver la oración que aquí se requiere en el contexto de humillarnos. La oración que Dios desea tiene como fin que confesemos, que reconozcamos la necesidad y que nos compadezcamos.
Jesús contó en Lucas 18:10-14 el relato de dos hombres que fueron a orar al templo. Ambos oraron; el primero que lo hizo fue el fariseo. En su oración le recordó a Dios todas las cosas buenas que había hecho y le agradeció el hecho de no ser como el otro hombre, que estaba perdido en su pecado. Su oración estaba llena de orgullo, pues no reconocía su propia inclinación al pecado ni su necesidad de Dios.
El segundo hombre era cobrador de impuestos; en la cultura de aquella época, los que tenían este empleo eran despreciados. Muchas veces hacían su dinero cobrando por encima de lo establecido y colocando pesadas cargas sobre quienes cobraban. Este hombre vino a Dios reconociendo su culpa; le confesó que era pecador, y se lamentó por el hecho de haber ofendido y pecado contra Dios y contra Su pueblo.
Jesús dijo a quienes les escuchaban que Dios escuchó la oración de este cobrador de impuestos y concluyó con el siguiente desafío:
“Les digo que éste, y no aquél, volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.” (Lucas 18:14)
Dios le está pidiendo a Su pueblo que se humille y ore. Si hemos de orar de la forma que nos está demandando aquí, debemos hacerlo en el contexto de lo que hemos aprendido sobre la humildad; por lo tanto, considerémoslo brevemente.
El tipo de oración de Dios está pidiendo en este contexto no es como la del fariseo, que se encontraba de pie y en el templo con una mirada desafiante hacia los pecadores que estaban fuera de allí. ¡Cuán fácil nos resulta orar así! Podemos llegar a sentirnos cómodos y limpios al amparo de nuestras iglesias, ciegos ante nuestra propia culpa. No quiere Dios la oración de uno que culpe a otros por la condición del mundo, sino de quien le ruegue que perdone la hipocresía y las faltas de su propio corazón para poder llegar a ser el ejemplo que debe ser. La oración a la que Dios nos está llamando es como la del publicano, que al humillarse reconoce su propia culpa y acude a su Dios para ser limpiado de ella.
La oración que Dios demanda es de confesión, la del creyente que sabe que la falta de bendición en parte se debe a la consecuencia de su propio pecado. Es la oración del cristiano que ha llegado a entender que le ha fallado a Dios y que no ha andado a plenitud en Sus caminos. Que no ha hecho uso de sus dones para propiciar la bendición que Dios desea para el mundo que le rodea. Es la oración de quien no siempre ha sido ejemplo de Cristo ni luz en las tinieblas. De quien ha despilfarrado sus recursos y ha enterrado sus talentos, llevando así poco fruto con respecto a la inversión del Maestro en su vida.
La oración que Dios demanda constituye un clamor por ayuda. No es la oración inmodesta de quien cree tenerlo todo bajo control, sino más bien como la de Esdras, quien reconoce que sin la dirección ni el apoyo de Dios, jamás sería capaz de cumplir el propósito de Dios. Esta es la oración de quien ha llegado a reconocer su necesidad; es un clamor por dirección, sabiduría y fortaleza.
Por último, esta oración es también de compasión y de misericordia. Constituye una petición audaz de quien le ha fallado a su Maestro, pero es el clamor de su corazón. La persona humilde sabe que Dios ha tenido razón al retirarle la bendición, en parte por causa de su propio pecado. Sin embargo, también sabe que Dios, en Su misericordia y compasión, perdona el pecado y restaura Sus bendiciones a los que se arrepienten y se vuelven a Él. Este es el clamor del corazón de la persona humilde. Él anhela ser una vez más instrumento de la bendición y la sanidad de Dios, pero para que esto suceda, ha de ser restituido a la comunión con Él. Este corazón clama a Dios que le restaure lo que el pecado ha quebrantado.
En este versículo el enfoque sigue siendo el creyente; es él quien ha de humillarse y orar. Esto requiere el reconocimiento de nuestra culpa y de nuestra necesidad. Si hemos de experimentar la renovación y la restauración de la bendición, ha de ser en este contexto de aceptar la culpa, de confesar el pecado y de clamar humildemente por compasión para una vez más ser restaurados como siervos del Maestro, fieles y fructíferos.
Para tu consideración:
• ¿Qué aprendemos en este capítulo sobre la humildad? ¿Eres una persona humilde?
• ¿Cuál es la conexión en este versículo entre la humildad y la oración?
• ¿Cómo difiere la oración del fariseo (Lucas 18:10-14) de la del publicano? ¿Alguna vez has sido culpable de orar como el fariseo?
• ¿Cómo reflejan tus oraciones y tu estilo de vida que estás confiando en la capacitación y la dirección de Dios?
• ¿Qué aprendemos en este capítulo sobre la compasión de Dios hacia quienes se humillan y acuden a Él?
Para orar:
• Pídele al Señor que te ayude a ver de una mejor manera tu culpabilidad y tu necesidad de Él. Pídele que te perdone por haber estado ciego a tu propia necesidad.
• Dedica un momento para confesar tus faltas y pecados a Dios. Pídele que te perdone y te restablezca a una comunión más profunda con Él.
• Pídele a Dios que te muestre cómo quiere usarte. Pídele que te dé una fe y una confianza más profundas en Su propósito para tu vida.
5 – BUSCANDO EL ROSTRO DE DIOS
Si mi pueblo, que lleva mi nombre… me busca y abandona su mala conducta… (II Crónicas 7:14)
¿Cómo distinguimos a una persona de otra? ¿Acaso no es por su rostro? Cada persona tiene un rostro único; esto nos distingue de las demás, y es por la cara que conocemos a una persona. Sin embargo, el rostro es mucho más que una forma de identificar a las personas; también representa el carácter de ellas. Cuando vemos el rostro de un ser querido, inmediatamente pensamos en lo que esa persona significa para nosotros. Si vemos la cara de un enemigo, recordamos cuánto nos ha herido. Si hemos de ver el rostro de alguien en autoridad, reconocemos su posición y respondemos como corresponde.
Este concepto lo vemos en Éxodo 33. Cuando Moisés le pidió a Dios que le mostrara Su gloria, Dios le dijo que nadie iba a poder contemplar Su rostro y quedar con vida. Fíjate en la relación que existe entre el rostro de Dios y el atributo de la gloria.
Déjame verte en todo tu esplendor insistió Moisés. Y el Señor le respondió: Voy a darte pruebas de mi bondad, y te daré a conocer mi nombre. Y verás que tengo clemencia de quien quiero tenerla, y soy compasivo con quien quiero serlo. Pero debo aclararte que no podrás ver mi rostro, porque nadie puede verme y seguir con vida. (Éxodo 33:18-20)
Cuando Dios le dijo a Moisés que nadie puede verle sin morir, le estaba diciendo algo sobre Su carácter. Le estaba diciendo a Moisés que Su rostro era el de un Dios glorioso y santo. Ningún hombre ni mujer en la tierra podía ver ese rostro en toda Su gloria y seguir viviendo. Su majestad es mucho más de lo que nuestros ojos pudieran contemplar, pues Su santidad nos destruiría por ser nosotros pecadores. Buscar el rostro de Dios no es algo que podamos tomar a la ligera.
Jacob entendió esto cuando Dios le habló en Génesis 32:30, y le impactó el hecho de haber quedado con vida para contar lo sucedido:
Jacob llamó a ese lugar Penuel, porque dijo: “He visto a Dios cara a cara, y todavía sigo con vida”.
El apóstol Juan nos dice cuál será la reacción de la gente cuando regrese a la tierra el Señor:
Los reyes de la tierra, los magnates, los jefes militares, los ricos, los poderosos, y todos los demás, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de las montañas. Todos gritaban a las montañas y a las peñas: “¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran día del castigo! ¿Quién podrá mantenerse en pie?”. (Apocalipsis 6:15-17)
Fíjate sobre todo en el hecho de que los no creyentes rogarán a las piedras que les escondan “de la mirada del que está sentado en el trono”. Buscar el rostro de Dios constituye un asunto bien serio. Dios es santo; Él juzgará el pecado y pondrá de manifiesto la hipocresía. Si le pides que la luz de Su rostro ilumine tu vida o tu iglesia, entonces será mejor que te prepares para lo que esa luz de santidad expondrá. Muchos grandes hombres y mujeres de Dios que hay delante de nosotros han caído quebrantados ante la luz de Su rostro. Hay pecados que han sido expuestos que jamás creyeron que podían existir. Hay actitudes que han sido desenterradas las cuales ellos creían que desde hacía mucho tiempo habían muerto. Al pararnos a la luz de Su rostro, nos vemos como realmente somos, lo cual nos avergüenza y nos humilla. Dediquémonos por un momento a considerar lo que enseña la Palabra sobre el rostro de Dios.
PARA BUSCAR EL ROSTRO DE DIOS, SE REQUIERE QUE NOS APARTEMOS DEL PECADO
Unas de las más claras enseñanzas de la Escrituras con respecto al rostro de Dios, es que Él lo esconde de quienes persisten en el pecado. Mira lo que el Señor dice en Levítico 17:10 (RVR60):
Si cualquier varón de la casa de Israel, o de los extranjeros que moran entre ellos, comiere alguna sangre, yo pondré mi rostro contra la persona que comiere sangre, y la cortaré de entre su pueblo.
Para un israelita era pecado comer la sangre de cualquier animal sacrificado. Dios había declarado que pondría Su rostro contra cualquier persona que contaminara de esta forma su cuerpo.
El profeta Miqueas expresa un pensamiento similar al escribir en Miqueas 3:4:
Ya le pedirán auxilio al Señor, pero él no les responderá; esconderá de ellos su rostro porque hicieron lo malo.
Fíjate en la razón por cual esconde Dios Su rostro: debido al mal que Su pueblo había cometido.
Al hablar a Su pueblo en Deuteronomio 32:20, Dios dice:
Les voy a dar la espalda dijo, y a ver en qué terminan; son una generación perversa, ¡son unos hijos infieles!
La perversidad y la infidelidad de los hijos de Dios provocaron que escondiese Su rostro de Israel. El pecado y el mal nos separan de Dios porque Él es santo. Si hemos de buscar Su rostro, primero debemos tratar con el pecado. El Señor dijo a Su pueblo en Oseas 5:15 que retiraría Su presencia hasta que admitieran su culpa y buscaran Su rostro.
Andaré y volveré a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen mi rostro. En su angustia me buscarán. (RVR60)
Fíjate en la relación que existe entre admitir la culpa y buscar el rostro de Dios. No podemos esperar que resplandezca Su rostro sobre nosotros hasta que no haya sido quitada la barrera del pecado.
A lo largo de la historia de la iglesia, hombres y mujeres de fe han buscado al Señor de muy diversas maneras. Han buscado Su rostro mediante la adoración, la oración, el servicio y el sacrificio. Estas cosas son importantes, pero ninguna de ellas puede a la larga revelarnos el rostro de Dios, a menos que lidiemos primero con el pecado. Jesús dijo al hombre que trajo al templo su ofrenda (Mateo 5:23) que fuera primero y se reconciliara con su hermano. No podía buscar el rostro de Dios en adoración hasta haber lidiado con su pecado hacia su hermano. Dios le dijo al esposo que no trataba a su esposa con respeto (en I Pedro 3:7), que lo único que conseguiría iba a ser estorbar sus oraciones por la manera en que estaba tratando a su esposa. Si quería ver el rostro de Dios en oración, primero tenía que respetar a su esposa. Cuando los que se dedicaban a ministrar poderosamente mediante profecías, señales y milagros se acercaron al Señor en Mateo 7:22-23, Él les dijo que no los conocía; ellos jamás habían tratado con su pecado. A Saúl, quien ofreció su sacrificio de ovejas en el altar, el Señor le dijo: “El obedecer vale más que el sacrificio” (I Samuel 15:22). Saúl no pudo hallar el rostro de Dios en su sacrificio porque tenía pecado en su vida. Si vamos a buscar el rostro del Señor, primero debemos lidiar con el pecado.
Si estás experimentando sequía en tu vida espiritual, o si parece que el rostro del Señor está oculto ante Su iglesia, entonces lo primero que debes hacer es considerar qué es lo que impide que Su rostro resplandezca sobre ti. El primer lugar donde debes ponerte a mirar es en tu propio corazón.
BUSCAR EL ROSTRO DE DIOS SIGNIFICA ANHELAR SU PRESENCIA Y SU BENDICIÓN
En las Escrituras nos queda bien claro que cuando Dios esconde Su rostro, ello se evidencia a nuestro alrededor. Fíjate lo que el Señor dice en Deuteronomio 31:17-18:
Cuando esto haya sucedido, se encenderá mi ira contra ellos y los abandonaré; ocultaré mi rostro, y serán presa fácil. Entonces les sobrevendrán muchos desastres y adversidades, y se preguntarán: ¿No es verdad que todos estos desastres nos han sobrevenido porque nuestro Dios ya no está con nosotros? Y ese día yo ocultaré aún más mi rostro, por haber cometido la maldad de irse tras otros dioses.
El Señor dice lo siguiente en Jeremías 33:5:
Los babilonios vienen para atacar la ciudad y llenarla de cadáveres. En mi ira y furor he ocultado mi rostro de esta ciudad; la heriré de muerte a causa de todas sus maldades.
Cuando el Señor oculta de nosotros Su rostro, lo vemos en la iglesia y en nuestra tierra: abundan el pecado y la maldad; la tierra gime. En nuestras iglesias se manifiestan la discordia y la falta de bendición, y parece escasear el fruto del Espíritu de Dios. Buscar el rostro de Dios es clamar por la renovación de esa bendición; es reconocer nuestra condición sin Dios; es ver cuán perdidos y sin esperanza estamos cuando no fluye Su vida a través de nosotros. Quienes buscan Su rostro anhelan que sea revelada Su presencia; no se contentan con vivir sin la clara evidencia de Su bendición. Al igual que Moisés, ellos claman: “O vas con todos nosotros replicó Moisés, o mejor no nos hagas salir de aquí” (Éxodo 33:15). Ellos no pueden soportar la idea de vivir sin la bendición de Dios en su vida ni en su ministerio; no pueden imaginar la vida sin Su presencia; tienen la misma actitud del salmista cuando escribe en el Salmo 42:1-3:
Cual ciervo jadeante en busca del agua, así te busca, oh Dios, todo mi ser. Tengo sed de Dios, del Dios de la vida. ¿Cuándo podré presentarme ante Dios? Mis lágrimas son mi pan de día y de noche, mientras me echan en cara a todas horas: “¿Dónde está tu Dios?”
Mira lo que le tiene que decir el Señor a la iglesia en Laodicea (Apocalipsis 3:20):
Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo.
La presencia del Señor no estaba en la iglesia de Laodicea; ellos no estaban buscando Su rostro. De hecho, ni siquiera parecía que estaban reconociendo que Él ya no estaba en medio de ellos. El Señor, quien debió haber sido el centro de la atención de ellos, se encontraba afuera con el anhelo de entrar. ¿Cuán frecuentemente sucede esto también en nuestras iglesias y en nuestras vidas hoy por hoy? Llegamos a estar tan centrados en nuestras actividades, que no podemos percatarnos de que el Señor no está presente. Buscar el rostro de Dios es invitarle a nuestras iglesias y a nuestro diario vivir. ¿Te sorprende que te diga esto? ¿No se supone que el Señor esté siempre a nuestro alrededor? Las Escrituras nos enseñan aquí que este no siempre es el caso. Aunque no nos abandona, a menudo le dejamos fuera de nuestras reuniones y celebraciones. En ocasiones echamos Su presencia de nuestras iglesias. A veces se le ignora y no se tiene en cuenta Sus caminos. Como consecuencia, nuestras iglesias y nuestra tierra sufren en gran manera.
La buena noticia es que Dios está dispuesto a restablecer Su presencia si volvemos a Él y buscamos Su rostro. Mira lo que prometió en Ezequiel 39:29:
Ya no volveré a darles la espalda, pues derramaré mi Espíritu sobre Israel. Yo, el Señor, lo afirmo.
¡Qué glorioso día sería! Ya Dios no escondería Su rostro de Su pueblo. Vendría el día en que Él derramaría Su Espíritu sobre la nación de Israel, y una vez más ellos conocerían Su maravillosa presencia y bendición. Es Su deleite derramar Su refrescante lluvia para renovar a Sus hijos; es Su deseo dar a conocer Su presencia a todos aquellos que busquen Su rostro. ¿Es éste nuestro deseo hoy? ¿Acaso gemimos porque Su presencia no está entre nosotros? ¿Clamamos al igual que Moisés: “O vas con todos nosotros, o mejor no nos hagas salir de aquí” (Éxodo 33:15)?
Si somos honestos con nosotros mismos, reconoceremos que a veces nos contentamos con el estado actual de las cosas; nos gusta tener el control de nuestras propias vidas; no queremos que nada cambie. Jesús toca a la puerta, pero no estamos listos para abrirla a fin de que Él entre. Cuando Jesús entró al templo (Juan 2:13-16), hizo un látigo y expulsó a los cambistas y a los vendedores de animales. Cuando tú buscas la presencia de Dios y Su bendición, que no te sorprenda si Él saca algunas cosas de tu alrededor. Puede que haya personas que abandonen tu iglesia; puede que haya pecados en tu vida que salgan al descubierto. Él puede también cambiar la dirección de tu iglesia y hacer que las personas se sientan incómodas. Cuando buscas el rostro del Señor y das la bienvenida a Su presencia y a Su bendición, debes estar preparado(a) para permitirle asumir el mando.
BUSCAR EL ROSTRO DE DIOS ES PROCURAR SU AYUDA Y SU DIRECCIÓN
En el Salmo 69:17-18, el salmista vincula su necesidad de ser rescatado de sus enemigos con el hecho de que Dios oculte Su rostro.
No escondas tu rostro de este siervo tuyo; respóndeme pronto, que estoy angustiado. Ven a mi lado, y rescátame; redímeme, por causa de mis enemigos.
El salmista se dio cuenta de que mientras Dios escondiese Su rostro, él iba a estar en graves problemas. Sus enemigos lo derrotarían si Dios no se presentaba para salvarle. Necesitaba a Dios para que revelase Su rostro y le proporcionara la ayuda y la liberación tan necesitadas.
Más adelante, el salmista escribió:
Respóndeme pronto, Señor, que el aliento se me escapa. No escondas de mí tu rostro, o seré como los que bajan a la fosa. Por la mañana hazme saber de tu gran amor, porque en ti he puesto mi confianza. Señálame el camino que debo seguir, porque a ti elevo mi *alma. (Salmos 143:7-8)
Fíjate que el salmista le suplica a Dios que no esconda de él su rostro. En cambio, le pide que le reafirme Su amor y Su dirección en cuanto al camino en que él debería transitar.
Para el salmista, buscar el rostro de Dios implicaba el reconocimiento de sus propias debilidades e incapacidad; él confiesa también su necesidad de fortaleza y de sabiduría. Le pide a Dios que le declare Su impecable amor. El salmista se presenta ante Dios como un niño pequeño reconociendo que si Dios no se presenta en su ayuda, ciertamente él perecería. Debemos admitir que es temible pedirle a Dios que revele Su rostro, pero el salmista sabía que esa era su única esperanza; él había llegado al fin de sí mismo. Ya no confiaba más en su propia carne ni en su sabiduría. A Dios le suplica que le muestre el camino por donde debe andar y se compromete entonces a seguirlo. No había ningún otro consuelo, ni sabiduría ni fortaleza que les satisficieran; únicamente Dios era la respuesta. Nada más.
No puedes buscar el rostro de Dios si a la vez estás en busca de otras cosas. Si lo buscas para alcanzar sabiduría, tienes que deshacerte de tu propia forma de pensar; si lo buscas para ser más fuerte, debes dejar de confiar en tu carne. Todo esto existe en nuestra vida para emular con Dios. Buscar el rostro de Dios es reconocer nuestra necesidad y comprometernos a escucharle y a seguirle sólo a Él.
BUSCAR EL ROSTRO DE DIOS ES ANDAR EN OBEDIENCIA
Esto nos conduce a una última cosa que debemos mencionar sobre la búsqueda de Su rostro: es andar en obediencia. El salmista captó la esencia de esto al decir en el Salmo 119:57-59:
¡Mi herencia eres tú, Señor! Prometo obedecer tus palabras. De todo corazón busco tu rostro; compadécete de mí conforme a tu promesa. Me he puesto a pensar en mis caminos, y he orientado mis pasos hacia tus estatutos.
El salmista nos dice que buscaba Su rostro. Lo importante que debemos recalcar es cómo la declaración sobre la búsqueda del rostro de Dios se encuentra entre otros dos versículos que hablan sobre andar en obediencia. En el versículo 57 el salmista prometió obedecer las palabras de Dios; en el 59 dice que había estado considerando su conducta y que había dirigido sus pasos a los estatutos divinos. Para el salmista, buscar el rostro de Dios implicaba la obediencia a Su Palabra.
Buscar el rostro del Señor implica un compromiso. Nadie puede buscar Su rostro sin este compromiso. Buscarle es comprometernos a andar en obediencia. Esto requerirá de que “pensemos en nuestros caminos” y “orientemos nuestros pasos” en torno a obedecer (Salmo 119:59). Cuando Dios revela Su presencia, viene a cambiar nuestras vidas; viene a quitar los obstáculos de la comunión y la bendición, y esta no constituye una medida temporal para algún momento de crisis. Él nos cambia para siempre y exige que nos comprometamos a tener comunión con Él y a obedecerle para toda la vida.
Buscar el rostro de Dios no es sólo cuestión de orar y contemplar a Dios colmando nuestra vida de cosas buenas. Buscar Su rostro demanda de nosotros cambios drásticos, algunos de los cuales nos causarán dolor. Algunos de nosotros seremos humillados. Hay pecados que saldrán a la luz. Habrá que hacer ciertos compromisos. Para buscar el rostro de Dios, debemos apartarnos de nuestros malos caminos.
Para su consideración:
• ¿Es acaso buscar el rostro de Dios un simple hecho de dejar que el Señor nos bendiga? ¿Qué tiene que ocurrir antes de que esto sea posible?
• ¿Qué sucede cuando el rostro del Señor resplandece sobre nosotros? ¿Qué revela la luz de Su rostro?
• ¿Cuál ha de ser el compromiso de quienes busquen el rostro del Señor?
• ¿Cuál es la relación que existe entre apartarnos de nuestros malos caminos y buscar el rostro del Señor?
Para orar:
• Pídele al Señor que exponga en tu vida las cosas con las que debes tratar para que Su rostro resplandezca sobre ti de forma más plena.
• Agradécele al Señor que quiera revelarse a nuestras vidas de manera más profunda.
• Pídele que te dé una mayor disposición de ver el pecado como Él lo ve.
• Pídele que te guíe hacia el camino que quiere para ti. Ora por la plenitud de Su bendición al disponerte a salir en obediencia.
6 – YO LO ESCUCHARÉ DESDE EL CIELO
Yo lo escucharé desde el cielo… (II Crónicas 7:14)
Dediquémonos a considerar todo lo que hasta ahora hemos visto en el estudio de este pasaje. El versículo 13 revela un problema:
Cuando yo cierre los cielos para que no llueva, o le ordene a la langosta que devore la tierra, o envíe pestes sobre mi pueblo…
Las bendiciones de Dios habían sido retenidas a causa del pecado, y Su pueblo ya no estaba experimentando Su presencia ni Su renovación. Su tierra estaba siendo destruida debido a la falta de lluvia, a las langostas y a las plagas.
Al proseguir hacia la segunda parte del versículo 14, vemos la solución divina a este problema:
Si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, y me busca y abandona su mala conducta…
Si el pueblo de Dios quería ver su bendición restaurada, así como la sanidad de su tierra, debían humillarse y orar. Además, debían buscar el rostro de Dios y volverse de sus malos caminos.
La segunda parte de II Crónicas 7:14 habla acerca de la respuesta de Dios cuando el pueblo apelara a la solución que Él les proponía para su problema. Es importante que nos fijemos en la conexión entre la solución y la respuesta. En la versión Reina Valera, la primera y la segunda partes del versículo 14 están conectadas por las palabras “si” y “entonces”. Si el pueblo de Dios adoptaba Su solución para el problema, entonces llegarían a conocer Su respuesta favorable. La relación entre estos dos conectores (“si…” y “entonces…”) es muy significativa y nos enseña una importantísima lección en nuestra vida cristiana.
La expresión de esta condición “si…” impone una responsabilidad en el pueblo de Dios. En este caso, ellos debían humillarse, orar, buscar el rostro de Dios y dejar sus malas conductas. Como ya hemos visto, esto requiere de un gran esfuerzo. Sin embargo, la palabra “entonces” nos muestra que iba a haber recompensa por dicho esfuerzo. En este caso, la bendición del pueblo de Dios dependía de su disposición en cuanto a seguir la solución que Dios proponía. Si estaban dispuestos a obedecer a Dios y concordaban con Su solución, entonces podrían tener la seguridad de que Dios les respondería y les proporcionaría la renovación y el refrigerio que tanto precisaban.
El desafío que tenemos como creyentes es entender el equilibrio entre la gracia y la responsabilidad. Por creer en Jesucristo, entendemos que nuestra salvación es un asunto de la gracia; es decir, no merecemos el perdón de nuestros pecados. Jamás podríamos llegar a merecer la salvación que Dios ofrece. La salvación es un regalo gratuito que se otorga a pecadores indignos.
Todos sabemos que el Señor sí que hace muchas cosas maravillosas en nuestras vidas. Cuando yo veo las maneras en las que el Señor me ha estado cambiando a través de los años, en todas puedo ver Su mano obrando. Ha arrancado de mi vida actitudes negativas; con el tiempo ha ido cambiando mi carácter, de manera que respondo a las personas y a las circunstancias de una manera más consagrada a Él. No puedo dudar de Su obra en mi vida, ni de la gracia que ha mostrado al moldearme más y más a la imagen de Cristo.
Además, soy consciente de cómo Dios usa a las personas menos dignas con el fin de cumplir Sus propósitos. Jonás huyó de Él, y aun así fue usado para incentivar el arrepentimiento en toda la ciudad de Nínive. La mujer samaritana llevaba un estilo de vida de pecado, pero fue usada por Dios para llevar a muchos de sus coterráneos a los pies de Cristo (lee Juan 4:4-42). Pedro negó al Señor tres veces, pero fue el instrumento escogido por Él para establecer Su Iglesia. Todos estos ejemplos constituyen ilustraciones de la maravillosa gracia de Dios. Muchas veces Dios nos usa a pesar de nuestros fallos.
Después de haber dicho esto, también sé que tengo una responsabilidad directa para con Dios, y que mi actitud o disposición en cuanto a obedecer ciertamente tendrá un impacto en mi carácter y en la medida de los frutos en mi ministerio. Creo que existen niveles a los cuales no podremos llegar en nuestra vida espiritual sin esta obediencia y esfuerzo. Hay un maravilloso ejemplo de esto en Lucas 24:13-32. Aquí tenemos la historia de Jesús caminando por la ruta hacia Emaús con algunos de Sus discípulos. Ellos no le reconocieron mientras hablaban de la reciente crucifixión de su Señor, y cuando mencionaron abiertamente la confusión que todo aquello les había traído, Jesús le alentó con la Palabra de Dios. Entonces sucedió algo extraño al llegar a su destino; lo vemos en Lucas 24:28:
Al acercarse al pueblo adonde se dirigían, Jesús hizo como que iba más lejos. Pero ellos insistieron: –Quédate con nosotros, que está atardeciendo; ya es casi de noche. Así que entró para quedarse con ellos.
Fíjate que el Señor Jesús “hizo como que iba más lejos”. Esto nos lleva a creer que de no haber sido por el esfuerzo de los discípulos, quienes “le obligaron” a quedarse con ellos (v. 29, RVR60), Él hubiese seguido de largo y los hubiera dejado regresar a casa sin Su presencia.
Sin embargo, la consecuencia de su insistencia fue que pudieron llegar a ver a Cristo por quien Él es. Fue sólo después de haberlo llevado a su casa, que Jesús reveló a Sus discípulos Su verdadera identidad; entonces recibieron respuesta las interrogantes de los discípulos sobre la crucifixión, cuando le reconocieron como el Señor Jesús, que había resucitado de los muertos.
Pasamos demasiado tiempo contentándonos con demasiado poco en nuestra vida espiritual. Aunque la bendición de Dios llueve hasta sobre los injustos (ver Mateo 5:45), hay algunas bendiciones que sólo pueden ser nuestras mediante la perseverancia y la inflexible obediencia a Dios.
El Nuevo Testamento nos enseña que seremos recompensados según nuestra fidelidad. Hablando mediante el apóstol Juan, el Señor Jesús dijo:
“¡Miren que vengo pronto! Traigo conmigo mi recompensa, y le pagaré a cada uno según lo que haya hecho.” (Apocalipsis 22:12)
El libro de Apocalipsis nos cuenta sobre las coronas que recibirán los que perseveren debido a su fidelidad y firmeza en la fe (ver Apocalipsis 2:10; 3:11). Esto indica que aunque el Señor en Su gracia bien puede bendecir hasta a quienes no merecen Sus bendiciones, también hay un nivel de bendición que únicamente surge a partir del trabajo arduo y la perseverancia.
Probablemente el pasaje que más claramente hable al respecto sea I Corintios 3:10-15:
Según la gracia que Dios me ha dado, yo, como maestro constructor, eché los cimientos, y otro construye sobre ellos. Pero cada uno tenga cuidado de cómo construye, porque nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto, que es Jesucristo. Si alguien construye sobre este fundamento, ya sea con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno y paja, su obra se mostrará tal cual es, pues el día del juicio la dejará al descubierto. El fuego la dará a conocer, y pondrá a prueba la calidad del trabajo de cada uno. Si lo que alguien ha construido permanece, recibirá su recompensa, pero si su obra es consumida por las llamas, él sufrirá pérdida. Será salvo, pero como quien pasa por el fuego.
Pablo compara la vida cristiana con la construcción de una casa. Fíjate que los cimientos ya han sido colocados para nosotros (I Corintios 3:11). Esos cimientos son la obra de gracia de Cristo. Fíjate también que surge una exigencia para construir sobre ese fundamento. Podemos edificar con diferentes tipos de material, algunos de los cuales no soportarán el control de la calidad de nuestro trabajo (I Corintios 3:12). Más adelante, el versículo 14 nos deja bien claro que si lo que construyamos sobrevive el fuego del juicio de Dios, recibiremos nuestra recompensa. Si no es así, aunque seremos salvos, sólo será “como quien pasa por fuego”; en otras palabras, no tendremos nada que brindar a Dios por la vida que tuvimos en esta tierra. Nos presentaremos ante nuestro Padre celestial desnudos y avergonzados, y no recibiremos recompensa alguna.
Nuestra respuesta a Dios impactará la forma y el color de nuestras vidas espirituales. Podemos ser fieles en el uso de nuestros dones espirituales y ver la bendición de Dios, o podemos ocultar dichos dones y no ver jamás esa bendición. Podemos salir para responder al llamado de Dios para nuestras vidas, o podemos escoger desobedecer y nunca experimentar lo que Dios pensó para nuestra vida. Podemos permanecer firmes o retirarnos. Dios no siempre nos obligará a obedecer. Aunque no nos abandonará, puede que permita que sigamos un tiempo por nuestra propia cuenta. Hay creyentes que morirán estando en rebeldía contra Dios; otros escogerán su propio camino y rechazarán el llamado de Dios para sus vidas.
Lo que debemos entender es que II Crónicas 7:14 nos está diciendo que había una decisión consciente que el pueblo de Dios tenía que tomar. Esa decisión iba a tener un impacto en la forma de sus vidas. Podían rechazar la bendición de Dios, o someterse a Su solución y experimentar Su perdón y sanidad.
Tenemos una promesa de Dios en II Crónicas 7:14. Aquí dice a Su pueblo que los escucharía. Es importante que nos fijemos en que con nuestros oídos escuchamos sonidos, pero Dios no lo hace de la misma manera. Es cierto que Dios escucha el sonido de nuestras palabras, pero no entenderemos bien de qué se trata si es así como interpretamos este versículo. El contexto indica que Dios escucha mucho más que palabras; escucha nuestras actitudes cuando nos humillamos y buscamos Su rostro con todo nuestro corazón; escucha nuestras acciones cuando abandonamos nuestras malas actitudes. Su capacidad de oír no se limita al sonido de nuestros labios; Él oye de una manera que nos es imposible. De hecho algunas de nuestras más poderosas oraciones ni siquiera las expresamos con palabras. A veces éstas resultan inadecuadas para expresar la plenitud de lo que hay en el corazón. Dios escucha ese quebrantamiento de nuestro corazón; escucha nuestros actos de arrepentimiento; escucha los anhelos que nuestro corazón no puede expresar con palabras. Esto es lo que Dios está diciendo que escuchará, y cuando Él escucha que un corazón quebrantando está clamando en humildad y acción, Él promete contestar.
Hay un detalle más que debemos ver en esta parte del versículo 14. Fíjate que el Señor dice que va a escuchar desde el cielo, y esto es importante. Hay tres maneras en que pudiéramos entender esto. En primer lugar, Dios oye desde el cielo pues es allí donde mora. Aunque es en parte lo que está diciendo este versículo, existe un significado más profundo de la frase “desde los cielos”.
No se puede desafiar los caminos de Dios. Cuando el versículo nos dice que Dios oye desde los cielos, esto le concede una gran autoridad a la promesa de Dios. Nuestra oración de palabra, de actitud y de acción se eleva a Dios en el cielo, y entonces pasa a manos de quien posee la autoridad absoluta. Él ha escuchado nuestras oraciones y ha prometido actuar desde el mismísimo asiento de Su autoridad. Y no hay nada que pueda interponérsele; para Él no hay nada imposible. La naturaleza tiene que escuchar; el enemigo tiene que enmudecer; los milagros pueden ocurrir, porque el Dios de toda autoridad y poder se levanta de Su trono celestial y viene a socorrernos.
La frase “desde los cielos” no sólo otorga autoridad a nuestra petición, sino también nos dice algo acerca de la naturaleza de la bendición que resulta de nuestras oraciones. Se escucha la oración en el cielo, y significa que la respuesta provendrá de lo alto. La respuesta a nuestra necesidad es una respuesta celestial, no terrenal, lo cual significa que puede parecer muy diferente de lo que esperamos. Mira lo que habló el Señor a través del profeta Isaías en el capítulo 55:8-9:
“Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos afirma el Señor. Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra!”
Las bendiciones celestiales tienen una prioridad diferente. Dios desea nuestro bienestar espiritual y que tengamos intimidad con Él. En ocasiones hay bendiciones que pueden parecernos pruebas. La muerte del Señor Jesús en la cruz no parecía ser una bendición en aquel momento, pero las semillas que plantó aquel día se convirtieron en el fundamento para la obra del reino de Dios por el resto de la eternidad. La bendición que Dios promete viene del cielo. Es cierto que pueden ocurrir cosas maravillosas en esta tierra como resultado de una bendición celestial, pero nunca deberíamos limitar estas bendiciones a la prosperidad física, a la comodidad ni al ocio; de lo contrario, minimizaríamos la bendición que Dios quiere darnos, la cual es muchísimo mayor.
En Isaías 64:1-4 el profeta ruega a Dios que abra los cielos y descienda; en realidad está clamando por la lluvia de las bendiciones celestiales sobre la tierra. Analiza esta oración:
¡Ojalá rasgaras los cielos, y descendieras! ¡Las montañas temblarían ante ti, como cuando el fuego enciende la leña y hace que hierva el agua! Así darías a conocer tu *nombre entre tus enemigos, y ante ti temblarían las naciones. Hiciste portentos inesperados cuando descendiste; ante tu presencia temblaron las montañas. Fuera de ti, desde tiempos antiguos nadie ha escuchado ni percibido, ni ojo alguno ha visto, a un Dios que, como tú, actúe en favor de quienes en él confían.
Considera la naturaleza de la bendición que Isaías ansiaba que descendiera del cielo. Esta bendición haría a las montañas estremecerse. Se describe como un fuego que enciende la leña o hace hervir el agua. Iba a ser como un gran terremoto que haría temblar a las naciones enemigas. ¿Es éste el tipo de bendición que pedirías hoy en día? Esta bendición tiene un poderoso efecto purificador sobre la tierra. El pecador tiembla y teme ante la ira de Dios; el creyente cae de rodillas quebrantado, humillado. Dios se mueve de maneras que no podemos explicar; se establece Su reino, y tanto el pecado como la rebelión son derrotados, a veces de manera forzosa. Sólo podemos imaginar el efecto que este tipo de bendición tendría en las iglesias de nuestra época. Saldría a la luz la hipocresía y sería erradicada. El pueblo de Dios sería humillado y capacitado para un servicio superior; las relaciones tendrían que arreglarse. La bendición celestial de Dios no se trata sólo de tener una vida más cómoda. En todo caso, puede que más bien ponga en riesgo nuestra comodidad. Puede que lleguemos a encontrarnos envueltos en una batalla que implique grandes sacrificios; puede que seamos impulsados a dar todo lo que tengamos. Cuando se derrama la bendición celestial, uno rinde las bendiciones terrenales.
Para tu consideración:
• ¿Qué aprendemos sobre la naturaleza condicional de las bendiciones de Dios en este pasaje? ¿Hay bendiciones que sólo recibiremos si cumplimos con ciertos requerimientos?
• ¿Te has estado perdiendo parte de la bendición que Dios anhela darte? ¿Por qué?
• ¿Cuál es la diferencia entre las bendiciones que recibimos como resultado de la maravillosa gracia de Dios, y las bendiciones que recibimos como recompensa por un servicio fiel y por la obediencia? ¿En qué sentido pueden verse ambos como un acto de gracia por parte de Dios?
• ¿Cuál es la diferencia entre las bendiciones celestiales y las terrenales? ¿Hemos fallado en sólo procurar las terrenales?
• ¿Está preparada la iglesia actual para recibir bendiciones de los cielos? ¿Cómo crees que serían estas bendiciones? ¿Qué impacto tendrían en los creyentes?
Para orar:
• Agradécele al Señor por ser un Dios de gracia que nos bendice aun cuando no lo merecemos.
• Agradécele al Señor por las bendiciones que tiene preparadas para quienes andan obedeciéndole y rendidos ante Él. Pídele que te conceda la gracia de andar en obediencia para poder experimentarlas también.
• Pídele que prepare a Su pueblo para la bendición que anhela derramarles. Pídele que nos libre de amar a este mundo para que sea mayor la bendición celestial que quiere darnos.
7 – PERDÓN Y RESTAURACIÓN
… perdonaré su pecado y restauraré su tierra. (II Crónicas 7:14)
Hemos estado examinando la respuesta de Dios a la oración de Salomón en II Crónicas 6. Su petición fue que cuando el pueblo de Dios cayera en pecado, escuchara Él sus oraciones, perdonara su pecado y les restituyera la comunión y la bendición (lee II Crónicas 6:21, 23, 25, 27, 30, 39). Dios estaba dispuesto a hacerlo, pero exigía que primero Su pueblo se humillara, orara, buscara Su rostro y se apartara de sus malas conductas. En este capítulo final veremos la promesa de Dios cumplida cuando se cumplieran Sus condiciones.
EL PERDÓN
Dios promete hacer dos cosas por Su pueblo en la última parte del versículo 14. La primera de estas dos promesas fue el perdón, la gran necesidad del pueblo de Dios. Habían pecado contra el santo Dios y estaban bajo Su juicio. Su pecado los había separado no sólo de la comunión con Dios, sino de Sus bendiciones. Únicamente cuando fuese restaurada Su bendición, podrían experimentar una vez más la intimidad con su Dios, así como la plenitud de Su propósito.
Fíjate en este versículo qué conexión hay entre el perdón y la sanidad de la tierra. La tierra estaba sufriendo porque el pueblo de Dios le había dado la espalda, y esto nos muestra que ciertamente el pecado puede tener consecuencias en nuestra tierra. Cuando el pueblo de Dios no está a cuentas con Él, esto se evidenciará en el estado de nuestra sociedad. Cuando los cristianos no están siendo la luz que deben ser, su sociedad se sumergirá en las tinieblas.
Fíjate también cómo se dice en este pasaje que los que necesitaban del perdón eran los creyentes, y esto amerita que lo analicemos. Hay quienes creen que porque el Señor Jesús murió en la cruz para perdonar nuestros pecados, el creyente nunca debe pedir perdón. ¿Es posible que un creyente tenga algún pecado sin perdonar en su vida si Jesús ya murió y pagó por los pecados del pasado, presente y futuro? ¿Tendrán que pararse los creyentes delante de Dios y rendirle cuentas por los pecados de sus vidas?
Hay claras evidencias en las Escrituras que aunque el Señor Jesús ha pagado por nuestros pecados en la cruz, aún tenemos que presentarnos ante Él para que nos perdone. Muchos creyentes serán avergonzados cuando se paren delante de Él en ese día final. Jesús dejó muy bien claro en Mateo 12:36 que todos tendremos que dar cuenta por cada ‘palabra ociosa’ que hayamos proferido:
Pero yo les digo que en el día del juicio todos tendrán que dar cuenta de toda palabra ociosa que hayan pronunciado.
En Mateo 6, el Señor Jesús estaba enseñando a Sus discípulos cómo orar. Una de las peticiones en Su oración modelo es que Dios perdonara nuestras deudas así como hubiéramos perdonado a otros. Jesús prosiguió diciendo que si no perdonábamos a otros cuando pecaran en contra nuestra, entonces el Padre no nos iba a perdonar tampoco.
“Porque si perdonan a otros sus ofensas, también los perdonará a ustedes su Padre celestial, pero si no perdonan a otros sus ofensas, tampoco su Padre les perdonará a ustedes las suyas.”
Recuerda que el Señor Jesús estaba hablando a Sus discípulos cuando dijo esto, lo cual nos muestra claramente que es muy posible que el creyente tenga en su vida pecados sin perdonar.
Al escribir I Juan 1:8-10, el apóstol deja bien claro que aun hasta como creyentes, hay pecado en nosotros que ha de ser perdonado.
Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad. Si afirmamos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso y su palabra no habita en nosotros.
Si Jesús vino a perdonar nuestros pecados y a hacer posible que nos relacionáramos con el Padre, ¿cómo puede aun así haber cosas sin perdonar en nuestra vida? Hay un hermoso pasaje en Juan 13 que resulta bien útil al respecto. En este pasaje el Señor Jesús se encontraba celebrando Su última Pascua con los discípulos. Durante aquella cena se puso en pie el Señor y, tomando una toalla, procedió a lavar los pies de los discípulos; entonces a Pedro le surgió un gran inconveniente. “¡Jamás me lavarás los pies!”—le dijo aquel día (Juan 13:8). Jesús le explicó que, a menos que se los lavara, jamás iba a poder tener parte en Él. Cuando Pedro lo oyó, le contestó:
–Entonces, Señor, ¡no sólo los pies sino también las manos y la cabeza! (Juan 13:9)
Pedro quería que el Señor le lavara de pies a cabeza, y la respuesta de Jesús fue bien significativa:
–El que ya se ha bañado no necesita lavarse más que los pies; pues ya todo su cuerpo está limpio. Y ustedes ya están limpios, aunque no todos.
¿Qué le está diciendo a Pedro aquí? Le dice que la persona que se ha bañado ya está limpia, que únicamente debe lavarse los pies. Imagínate que estés viviendo en Jerusalén en la época de Jesús; tu amigo te invita a una cena. Para asistir, te das un baño. Te pones tu mejor ropa y sales andando por las polvorientas calles de Jerusalén hacia la casa de tu amigo. Al llegar a su puerta, te percatas de que el polvo del camino ha ensuciado tus pies. Al llegar, un sirviente te saluda con un recipiente de agua. Cuando te sientas, esta persona se arrodilla y te limpia los pies para que de nuevo vuelvas a quedar completamente limpio(a).
Juan 13 tiene algunas cosas importantes que enseñarnos como creyentes. El Señor Jesús nos ha limpiado mediante Su muerte en la cruz. Por haber sido limpiados, podemos acudir al Padre libres de nuestro pecado e impurezas. El pecado ya no nos separará de Dios gracias a la obra en la cruz del Señor Jesús. Hemos sido bañados en Su sangre y limpiados de la mancha del pecado en nuestras vidas.
Aunque hayamos sido limpiados por la sangre del Señor Jesús, aún andamos por las sucias calles de este pecaminoso mundo, y al hacerlo, aún nos afecta esa suciedad. Nuestros oídos escuchan cosas que nos aíran y nos hacen responder de manera que no glorifiquemos a Dios. Nuestras lenguas hablan cosas que hieren a nuestros hermanos. ¿Quién entre nosotros no ha cedido a los impulsos naturales de la carne? Como vivimos en este mundo, nos hallamos tentados al pecado. Así como nadie podía andar en las sucias calles de Jerusalén sin empolvarse los pies, así tampoco ninguno de nosotros podrá vivir en este mundo sin ensuciarse con el pecado y sus tentaciones.
Aunque somos bañados y purificados en la sangre de Cristo, aun así tenemos que venir al Señor para que nos ‘lave los pies’. Tendremos que confesar nuestras faltas. Cada día tendremos que procurar que el Señor nos limpie, y el Señor promete perdonarnos y purificarnos de los pecados a diario. Aunque estos pecados jamás harán que perdamos nuestra salvación, sí afectarán nuestra comunión y bendición. Si queremos conocer la renovación de dicha comunión y bendición, necesitaremos venir al Señor para que nos perdone y nos purifique.
LA SANIDAD
La segunda cosa que Dios promete hacer por Su pueblo en la última parte del versículo 14 es sanar su tierra; fíjate en la conexión entre el perdón y la sanidad. El pecado trae enfermedad y muerte, pero la solución es el perdón. El perdón quita la barrera que nos impide alcanzar la salud y la plenitud.
Esto es algo que como creyentes no siempre entendemos. Cuando vemos que nuestra iglesia no está saludable, tratamos de arreglarla añadiendo una actividad más o cambiando las que ya estamos realizando. Aunque puede que esto sea importante, a veces no es la necesidad primordial. Un cambio en el programa no cambiará el corazón. Puede que por un tiempo alegre a las personas, pero no cambiará la razón subyacente por la falta de la bendición de Dios.
Creo que Dios quiere que experimentemos la plenitud de Su bendición más de lo que queremos nosotros. Fue Su deleite enviarnos a Su Hijo para que pudiésemos llegar a ser hijos Suyos. Es Su deseo colmarnos de buenos dones. Jesús lo dejó claro en Mateo 7:11 cuando dijo:
Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas buenas a los que le pidan!
El deleite del Padre es bendecir a Sus hijos. A Él le duele cuando Sus hijos no están andando en la plenitud de Sus bendiciones. El apóstol Pablo nos lo recuerda en I Corintios 2:9:
Sin embargo, como está escrito: “Ningún ojo ha visto, ningún oído ha escuchado, ninguna mente humana ha concebido lo que Dios ha preparado para quienes lo aman”.
Jamás hemos visto nada como las bendiciones que Dios tiene para nosotros. Nuestros oídos jamás han escuchado de una plenitud y un gozo tan increíbles. Por más que pueda volar nuestra imaginación, jamás podríamos concebir la grandeza ni la riqueza de las bendiciones que Dios tiene reservadas para quienes le aman. Así es el corazón de Dios para con Sus hijos.
¿Qué es lo que nos está apartando de esta bendición? II Crónicas 7:13-14 nos dice que es el pecado. Si esta bendición ha de ser restaurada, tenemos que quitar el obstáculo. Si nuestra tierra ha de recobrar su plenitud, sólo ocurrirá mediante el perdón del pecado.
Hace algún tiempo me encontraba en una batalla espiritual con el enemigo. Sabía que el Señor me había llamado a servir enseñando Su Palabra y escribiendo libros. Había pasado la mañana analizando un pasaje de las Escrituras y estaba de regreso a casa después de haber estado trabajando en un café. Al entrar a casa, escuché al enemigo susurrándome al oído: “¿Qué crees que estás haciendo? ¿Qué hay de bueno en escribir esos comentarios de la Biblia?”. Aunque sabía bien que esto venía de Satanás, estas palabras se me quedaron grabadas en la mente y me perturbaron por el resto del día.
Al día siguiente cuando regresé al café para escribir, el Señor me habló tan poderosamente, que llegó a quebrar el efecto de aquellas palabras diabólicas. Me recordó que en nuestra sociedad había problemas que ni la ciencia, ni la política ni la medicina podían arreglar; que esos problemas sólo los podía resolver la Palabra de Dios. Dios me recordó aquel día que si nuestras sociedades pudieran andar en obediencia a Su Palabra, serían transformados.
Imagínate qué sucedería si los países del mundo confesaran su pecado y se comprometieran a buscar a Dios y a andar conforme a Sus principios? ¿Cómo sería este mundo si cada persona reconociera que ha pecado, y el hecho de confesar ese pecado la comprometiera a buscar sólo a Dios? ¿Cómo sería tu iglesia si fuera ésta su actitud? Nuestros gobiernos cambiarían; los hambrientos serían saciados; nuestra economía sería transformada; cesarían las guerras en las naciones. Sería sanado el padecimiento de nuestra tierra, y llovería sobre nosotros la bendición de Dios.
En última instancia, los problemas de nuestra tierra tienen que ver con el pecado. La avaricia, la soberbia, el egoísmo, así como otros pecados, han hecho que esta tierra nuestra gima de dolor. Esta no es sólo la realidad de nuestra tierra, sino de nuestras iglesias y de nuestra vida en lo personal. La gran necesidad de nuestra época es que nuestras iglesias y que nuestra tierra sean sanadas; el gran obstáculo: el pecado. La solución es humillarnos y orar, buscar el rostro de Dios, y apartarnos de nuestras malas actitudes. Sólo entonces oirá Dios desde los cielos, perdonará nuestros pecados y sanará nuestra tierra. Que nos conceda Dios la gracia de aprender la lección de este sencillo pasaje de las Escrituras para que podamos experimentar la plenitud de Su bendición en nuestras vidas, iglesias y naciones.
Para tu consideración:
• ¿Necesitan los cristianos ser perdonados? ¿Cómo afecta el pecado nuestra comunión con Dios y la plenitud de Su vida en las nuestras?
• ¿Hay algún pecado en tu vida hoy que debas afrontar? ¿Cuál(es) es (son)? ¿Qué consecuencias ha(n) tenido para tu vida?
• ¿Cuáles son algunas de las maneras en que hemos procurado lidiar con la falta de bendición y de salud en nuestras iglesias y nuestra tierra? ¿Cómo intenta Satanás impedir que entendamos la relación entre el pecado y la falta de bendición?
Para orar:
• Pídele al Señor que te conceda la gracia de estar dispuesto(a) a examinarte a la luz de Su Palabra. Pídele que te revele cualquier pecado que haya en tu vida que te pueda estar impidiendo disfrutar de Su plenitud.
• Agradécele que haya muerto para poder pagar la pena de todo nuestro pecado.
• Agradécele que cuando acudimos a Él para que nos limpie cada día, nos extiende Su perdón.
• Pídele a Dios que se mueva en tu vida y en tu comunidad para que haya una actitud de arrepentimiento y de perdón.
• Agradécele que Su gran deseo es bendecir a Sus hijos; pídele que se mueva poderosamente entre nosotros como Hijos Suyos, para que pueda ser quitado el obstáculo que es el pecado.