El Cumplimiento de la ley del Antiguo Testamento por parte de Cristo y lo que Él Espera Ahora de Nosotros
F. Wayne Mac Leod
Traducido al español por Esther Pérez Bell y David Gomero Borges, (Traducciones NaKar)
Copyright © 2017 by F. Wayne Mac Leod
Todos los derechos reservados. Ningún fragmento de este libro podrá reproducirse o transmitirse a través de ninguna forma o medio sin la autorización escrita del autor.
Todas las citas de las Escrituras, a menos que se indique lo contrario, fueron tomadas de la Biblia Reina Valera 1960
Índice
- Prefacio
- Capítulo 1 – La Bondad de la Ley
- Capítulo 2 – El Conocimiento de Bien y el Mal
- Capítulo 3 – Responsabilidad ante Dios
- Capítulo 4 – Una Revelacíon de Necesidad
- Capítulo 5 – Sombra de lo que ha de Venir
- Capítulo 6 – Justificados Delante de Dios
- Capítulo 7 – Un Nuevo Sacerdocio
- Capítulo 8 – Un Nuevo Corazón
- Capítulo 9 – Victoriosos Frente al Pecado
- Capítulo 10 – Salvacíon por Gracia
- Capítulo 11 – La Muerte de la Ley
- Capítulo 12 – La Ley como Guardián Nuestros
- Capítulo 13 – Un Nuevo Guía
- Capítulo 14 – Caminando en el Espíritu
- Capítulo 15 – Los Requisitos del Espíritu
- Capítulo 16 – Enfrentando las Diferencias
- Capítulo 17 – Haz con los Demás
- Capítula 18 – Misericordia
- Capítulo 19 – La Actitude de Nuestro Corazón
- Capítulo 20 – El Amor
- Capítulo 21 – Palabras Finales
Prefacio
¿Por qué se interesaría alguien en una serie de meditaciones acerca de la ley de Dios? Debemos admitir que no se trata del tema preferido sobre el cual los grupos y asociaciones cristianos quisieran debatir. Pero antes de desechar la idea de seguir leyendo este libro, quisiera que usted considerara el hecho de que cuando Dios escogió revelarse a nosotros, lo hizo a través de la ley. La ley tiene mucho que enseñarnos sobre Dios, sus propósitos y sus planes. También tiene mucho que enseñarnos sobre la naturaleza humana. Fue la ley de Dios la que instruyó a Su pueblo acerca de cómo relacionarse con él. La ley también nos muestra la necesidad de la obra que hizo el Señor Jesús. No podremos comprender nuestra situación ante Dios hasta que no hayamos comprendido el mensaje de la ley. No podremos tampoco valorar a nuestro Salvador en su totalidad hasta que no nos veamos a la luz de los requisitos de su ley.
Una vez dicho esto, necesitamos tener en cuenta lo que el Señor Jesús les dijo a sus discípulos en Mateo 9:17:
“Ni echan vino nuevo en odres viejos; de otra manera los odres se rompen, y el vino se derrama, y los odres se pierden; pero echan el vino nuevo en odres nuevos, y lo uno y lo otro se conservan juntamente.”
Los odres, al envejecer, se endurecían y se volvían quebradizos. El vino nuevo, por su parte, es propenso a dilatarse. Cuando el vino nuevo se ponía en un odre viejo y quebradizo, y se dilataba, el odre se rompía y se derramaba el vino. Jesús usó esta ilustración para mostrarles a sus discípulos que para todos los creyentes las cosas cambiarían tras su venida. Ya no vivirían cumpliendo con las tradiciones antiguas, ni tampoco debían tratar de aplicar las leyes del Antiguo Testamento a la nueva forma de vida que él les mostraría. El intentar vivir según la ley del Antiguo Testamento, tras la venida de Cristo, sería como tratar de poner vino nuevo en odres viejos; no funcionaría.
Aunque queda claro que la ley del Antiguo Testamento jugó un papel clave, Jesucristo introdujo un cambio radical a través de su obra en la cruz. Los creyentes del Nuevo Testamento ahora están bajo una nueva ley. En este libro analizaremos el propósito de la ley en el Antiguo Testamento y cómo ésta enfatizó en el Señor Jesús y su obra. También examinaremos cómo Jesús cumplió con la ley del Antiguo Testamento y lo que Dios espera ahora de nosotros. Mi oración es que este breve y sencillo estudio le proporcione una mayor comprensión del propósito de la ley de Dios en el Antiguo Testamento y que llegue a valorar más profundamente la obra que Cristo llevó a cabo por nosotros, los que vivimos en estos tiempos.
F. Wayne Mac Leod
Capítulo 1 – La Bondad de la Ley
“No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido.” (Mt. 5:17-18)
¿Cuál es su primera reacción cuando piensa en la ley? ¿No es cierto que en nuestros tiempos la palabra ley se ha convertido en sinónimo de severidad y está llena de connotaciones negativas? Para muchos la ley es un mal necesario en una sociedad ebria de pecado. El concepto de ley suele ir en contra de nuestro sentido de la libertad. La ley impide que lleguemos a tiempo al trabajo cuando hemos dormido demasiado por la mañana, pues regula la velocidad a la que debemos conducir nuestros vehículos. La ley nos quita de nuestros ingresos, obtenidos con sacrificio, a través de los impuestos. Pareciera como si la burocracia gubernamental y los trámites burocráticos que la ley nos impone fuesen más un estorbo que un beneficio.
En muchísimas ocasiones me he visto delante de la luz roja peatonal, sin vehículos provenientes de ninguna dirección, y me he quedado observando cómo los demás ignoran la luz roja; y me he preguntado por qué me molesto en obedecer la ley. Los seres humanos buscan libertad, y no restricciones. Las reglas y regulaciones solo parecen abrumarnos. Incluso en nuestra vida cristiana preferimos vernos libres de las ataduras legalistas que nos han sido impuestas. Disfrutamos el concepto de ser guiados por el Espíritu, aunque a menudo no comprendemos lo que eso significa.
Cualquiera que haya leído el Antiguo Testamento sabe algo sobre las leyes y requisitos que Dios estableció para su pueblo. El judío promedio parecía estar inundado de reglas y regulaciones. Estas reglas indicaban con quién se podía casar, lo que debía comer, cómo debía adorar, y la gente con la que debía codearse. Parecía como si hubiese una ley para casi todo lo que el judío hacía.
Pero ¿era la ley solamente un mal necesario? El texto de Mateo 5:17-18 es un buen fragmento para comenzar nuestro estudio. En estos dos versículos vemos lo que Jesús enseñaba y pensaba sobre la ley de Dios que había sido dada a los israelitas. Jesús dijo dos cosas importantes sobre la ley en estos versículos.
En primer lugar, Jesús nos dice que él no vino para abrogar la ley. Esto nos muestra algo sobre la actitud de Cristo hacia la ley del Antiguo Testamento. Si la ley no hubiese tenido valor, Cristo no habría dudado en suprimirla cual vestimenta gastada. Pero ése no era el caso. Aquí Jesús nos dice que su propósito no era abrogar la ley sino cumplirla. Con esta afirmación Jesús resumió su ministerio. Dediquemos un tiempo a considerar la diferencia entre la palabra “abrogar” y la palabra “cumplir”.
Abrogamos algo que es dañino o maligno. La esclavitud, por ejemplo, fue abrogada en América del Norte en el siglo diecinueve porque las personas reconocieron que era una práctica maligna que menospreciaba la vida humana.
Por otra parte, decimos que hemos cumplido con algo cuando hemos satisfecho todos los requisitos de un proyecto que hemos comenzado. Un estudiante debe, por ejemplo, reunir o satisfacer todos los requisitos que establece una escuela para poder graduarse.
Abrogar significa acabar con algo que se considera malo. Cumplir significa reunir todos los requisitos y hacer que algo bueno alcance un final deseado.
Jesús tenía en alta estima la ley que Dios le había dado a la nación judía. Su propósito al venir a la tierra no era abrogarla como algo malo, sino cumplir, de una vez y por todas, todos los requisitos de una ley buena.
Lo segundo que debemos analizar es lo que Jesús dijo en Mateo 5:18:
“Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido.”
Aquí Jesús fue muy específico. Dejó bien en claro que no había nada en la ley de Dios que él no cumpliría. Estaba comprometido a cumplir cada uno de los requisitos de la ley hasta el más mínimo detalle. No habría nada que él no cumpliera de forma perfecta para la completa satisfacción de su Padre. Él cumpliría cada requisito. Cada detalle sería atendido. No quedarían cabos sueltos. El Padre quedaría cien por ciento satisfecho.
¿Qué nos dice esto de la opinión que Cristo tenía de la ley? Nos dice que para Cristo cada detalle de la ley de Dios era importante y esencial. La ley de Dios era mucho más que un mal necesario en una sociedad corrupta. Era parte integral del plan de Dios para la humanidad, celosamente guardado y honrado por Cristo hasta el punto de cumplir con cada detalle a través de su vida y muerte, para total satisfacción del Padre por toda la eternidad.
La ley de Dios tal y como fue dada al pueblo judío, era buena. Cristo supo valorarla en toda su extensión. Ésta tenía un propósito muy específico en el plan de Dios para la humanidad. En el curso de los próximos capítulos examinaremos ese propósito.
Capítulo 2 – El Conocimiento de Bien y el Mal
“…por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:20).
“Porque si los que son de la ley son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa. Pues la ley produce ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión” (Ro. 4:14-15).
“…ya que el aguijón de la muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 15:56-57)
¿Ha pensado usted cómo sería la vida si no existiesen leyes? Sin ley las personas harían lo que mejor les pareciera. Piense por un momento cómo serían nuestras calles si los hombres y las mujeres no estuviesen restringidos por las reglas del tránsito. ¿Ha llegado usted alguna vez a una intersección de calles en el momento en el que el semáforo se ha apagado? Como podrá imaginarse el resultado sería alarmante. Las personas pierden los estribos; la gente se abre paso a través de la intersección mostrando poco o ningún interés por los demás. En la época de los jueces, cuando no había rey en Israel (el rey representaba la ley), la Biblia dice que la gente actuaba de forma muy parecida:
“En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía.” (Jue. 21:25)
Sin la presencia de leyes no hay definición de lo que es bueno y lo que es malo. Solo existen el caos y el desorden. De hecho, las fuerzas policiales del mundo serían insuficientes para lidiar con aquellos que sencillamente escogiesen ignorar las leyes existentes. ¿Qué sucedería si no hubiese leyes que definieran lo bueno y lo malo?
En el ámbito de la moralidad hemos visto en años recientes que las leyes se han relajado con respecto a la homosexualidad, el aborto, la pornografía, y por ende su influencia se ha incrementado en nuestra sociedad. Esto demuestra que las leyes sí ejercen influencia en las personas. La ley infunde en nosotros un sentido de lo que es bueno y lo que es malo. Sabemos que algo es incorrecto porque existe una ley contra eso.
Eso es lo que el apóstol Pablo les dijo a los romanos cuando escribió en Romanos 3:20, “por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. Uno de los propósitos de la ley de Dios en el Antiguo Testamento era enseñarle al pueblo de Dios acerca del pecado. La ley de Dios les mostraba lo que Dios esperaba y lo que él consideraba como conducta correcta o incorrecta.
En Romanos 4:15 Pablo les dice a los romanos: “…donde no hay ley, tampoco hay transgresión.” En otras palabras, si no existe ley tenemos libertad de hacer lo que queramos. Sin embargo la ley de Dios estableció un estándar según el cual él esperaba que su pueblo viviera.
En 1 Corintios 15:56 Pablo continuó diciendo que “el poder del pecado, [es] la ley.” Cuando existe una ley, el pecado se vuelve evidente. En Norteamérica, en donde vivo en la actualidad, hace unos 50 años las relaciones sexuales fuera del matrimonio eran vistas como una conducta inapropiada y pecaminosa. Pero como nuestra sociedad se ha alejado de las enseñanzas de la Biblia, hoy en día ya no se considera que el sexo fuera del matrimonio sea algo malo. Ya no nos horrorizamos con las cosas que vemos en la televisión o escuchamos en las noticias. Hoy en día alardeamos de nuestras ebrias aventuras y hablamos desvergonzadamente de nuestras inmoralidades. Esto se debe a que ya no vemos el pecado a través del lente de la ley de Dios. Hemos establecido nuestros propios estándares.
Cuando vemos nuestra sociedad a través del lente de la ley de Dios, vemos lo que realmente existe. Vemos el pecado en toda su fealdad. La ley de Dios nos brinda un ancla o punto de referencia por el cual podemos determinar si una conducta es buena o es mala. El primer propósito de la ley de Dios en el Antiguo Testamento era darle a su pueblo conciencia de lo bueno y lo malo, y mostrarle lo que Dios esperaba de ellos como su pueblo.
Capítulo 3 – Responsabilidad ante Dios
“Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios” (Ro. 3:19).
“Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado.” (Ro. 5:13)
Cuando no existen leyes las personas tienen libertad de hacer lo que les plazca. No existen límites. La ley por su parte, conlleva obligaciones, responsabilidad y rendición de cuentas.
Por causa de la ley los negocios deben administrarse de forma ordenada. Los que tienen la responsabilidad de estos negocios deben rendir cuentas ante la ley con respecto a cómo cumplen con sus deberes. Las reglas del tránsito nos responsabilizan por nuestra forma de conducir nuestros vehículos. La ley nos obliga a responder ante alguien por nuestras acciones. Cualquier violación de la ley exige que rindamos cuentas ante las autoridades y suframos las consecuencias de nuestra desobediencia.
Las leyes de nuestro país exigen que seamos responsables de la forma en la que tratamos a nuestros vecinos, de cómo conducimos nuestros autos o de respetar las pertenencias de los demás. Hacen que seamos responsables de la manera en la que administramos nuestras finanzas, de cómo tratamos a nuestros hijos y cónyuges. Nos obligan a aceptar un patrón específico de conducta que a la larga es beneficioso para la sociedad en general.
En Romanos 3:19 (versión La Biblia de las Américas, LBLA) Pablo nos dice que la ley de Dios fue dada para que el mundo fuese responsable ante Dios. El vocablo griego que se traduce como “responsable” puede significar “deudor” o “deberle a alguien una satisfacción”. La ley que Dios le dio a su pueblo lo hizo su deudor. En el último capítulo vimos que la ley nos brindó conciencia del bien y el mal. Pero la ley hizo más que eso, también le creó al pueblo de Dios una obligación ante él. La ley hizo que Israel fuese responsable ante Dios por su forma de vida. Estableció el estándar de Dios ante ellos y exigió una rendición de cuentas personal por cualquier violación de ese estándar. La ley de Dios impuso una obligación a Su pueblo.
No es necesario que una ley nos agrade o que estemos de acuerdo con ella. Existen muchas leyes que no nos agradan pero estamos obligados a cumplirlas de todas formas. Dios, como creador, ha establecido estándares por los cuales el mundo debe guiarse. Él nos pedirá cuentas por el cumplimiento de sus leyes, y nos hará responder por cualquier desobediencia a ellas. El problema en nuestra sociedad es que el gobierno humano no siempre concuerda con las leyes de Dios. Se están redactando leyes en nuestra nación que van en contra de los principios establecidos por Dios en Su Palabra. Dios, por ser Dios, tiene la última palabra en materia de lo que es bueno y lo que es malo y seremos responsables ante él de nuestras acciones, aun cuando lo que hagamos esté permitido en nuestra sociedad.
Francamente hay veces que no comprendo totalmente por qué Dios ha determinado que ciertas prácticas son incorrectas. Pero la realidad del asunto es que el ser humano no es quien tiene la facultad de determinar lo que es correcto o incorrecto. Dios ha establecido un estándar por el cual él desea que este universo opere. Yo soy responsable ante él de seguir ese estándar, ya sea que lo comprenda o no.
El apóstol Pablo les dice a sus lectores en Romanos 5:13 que, antes de existir la ley el pecado no se tenía en cuenta. Me parece que la mejor forma de comprender este versículo es la siguiente: antes de ser dada la ley las personas no tenían conocimiento de su responsabilidad ante Dios. Vivían sus vidas como mejor les parecía sin preocuparse por Dios o sus caminos. No tenían en cuenta sus pecados y no se percataban de que tendrían que responder por sus acciones.
Al introducirse la ley de Dios las personas comenzaron a reconocer que tenían la obligación de vivir de una manera determinada delante de su Creador. La ley les mostró, por primera vez, que responderían ante Dios por su forma de vida.
La ley de Dios en el Antiguo Testamento fue dada para mostrarnos que, como criaturas de Dios, somos responsables ante él por la forma en la que vivimos. La ley de Dios puso a su pueblo bajo su autoridad y exigió una rendición de cuentas por sus acciones a la luz de Sus propósitos.
Capítulo 4 – Una Revelación de Necesidad
“mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó” (Ro. 9:31).
“Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos” (Stg. 2:10).
“He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51:5).
Ya hemos visto que la ley de Dios nos conduce a tener conciencia de lo que es bueno y lo que es malo y nos muestra que somos responsables delante de Dios por nuestras acciones. En este capítulo también veremos que otro propósito importante de la ley de Dios en el Antiguo Testamento era revelarnos nuestra necesidad.
Los que vivieron bajo la ley de Dios en tiempos del Antiguo Testamento se percataron de que era imposible agradar a Dios. Esto se debe a dos razones fundamentales.
En primer lugar, para poder agradar a Dios de una manera perfecta necesitaríamos cumplir con toda la ley de forma perfecta. En Santiago 2:10 el apóstol escribió:
“Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos.”
Esta declaración es muy importante. Nos dice que si violamos el más mínimo aspecto de la ley de Dios somos culpables ante él. Imagínese que usted siempre ha sido una persona fuerte y saludable. Pero un día contrae una enfermedad grave. El hecho de haber sido saludable toda la vida ya no importa. Lo único que importa es que ahora usted se está muriendo por causa de esa enfermedad terrible. El virus que provocó su enfermedad tal vez sea tan minúsculo que habría que examinarlo con un potente microscopio para detectarlo, pero ahora será el causante de su muerte. Así mismo ocurre con el pecado. Un solo pecado es suficiente para hacernos culpables ante Dios.
Lo que se nos dice en Santiago 2:10 es que, para ser pecador, solo hace falta violar el aspecto más pequeño de la ley de Dios. No importa cuán pequeña sea esa ley; si usted la ha violado, aunque sea en el más mínimo nivel, usted se constituye en pecador y quedará bajo el juicio de Dios. ¿Quién de entre nosotros puede decir que ha observado la ley de Dios de forma perfecta?
Hay un segundo motivo por el cual los que vivieron bajo la ley del Antiguo Testamento hallaron que era imposible agradar a Dios. Se trata de que todos habían nacido con una naturaleza pecaminosa. Veamos lo que el salmista dice en el Salmo 51:5:
“He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre”
¿Se ha percatado usted alguna vez de que no es necesario enseñarle a un niño a pecar, pues es algo que éste hace de forma natural? No hay que enseñarle a un niño a ser egoísta o mentiroso. Sin embargo, tenemos que enseñarle a hacer el bien, porque lo malo viene de forma bastante natural. ¿Cuántas leyes de Dios no violamos aun antes de ser conscientes de la ley de Dios?
Todo esto es importante, pues nos muestra que nadie jamás ha podido guardar la ley de Dios de forma perfecta. Todos la hemos violado en un momento u otro. Todos somos culpables ante Dios. Aun antes de conocer la diferencia entre el bien y el mal, ya éramos culpables ante Dios y estábamos bajo su juicio.
Lo interesante de la ley es que realmente no nos ayuda a hacer lo correcto; sino que solamente nos muestra lo que es correcto. Las leyes de nuestro país pueden decirle a un joven que es ilegal beber y conducir, pero no pueden ayudarle a vencer la tentación si ésta está en su corazón. La ley de Dios les indicó a los hombres y mujeres que no debían cometer adulterio, pero era impotente para ayudarles a vencer la tentación que pudiese surgir.
La ley de Dios fue diseñada para mostrarnos cuál es el estándar de Dios. Nos coloca a todos bajo la obligación de seguir su propósito, y sentencia a todos los que no cumplan con ella. Nadie ha podido jamás guardar los requisitos de Dios de forma perfecta y todos han caído bajo su juicio. Romanos 3:10-12 lo describe de esta manera:
“Como está escrito: No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno.”
Los requisitos de Dios estaban más allá de nuestro alcance. ¿Qué hacemos cuando algo no está a nuestro alcance? Existen tres posibles respuestas. O perseveramos en nuestra terquedad, o nos rendimos, o buscamos otros medios para alcanzar nuestro objetivo.
Los judíos quedaban bajo la primera de las tres categorías. Pablo nos dice en Romanos 10:2 que los judíos como pueblo eran muy celosos en su relación con Dios. El problema era que ellos buscaban agradar a Dios obedeciendo la ley, sin darse cuenta de que esto era imposible. Imagínense a un asesino que intenta escapar de su juicio sólo por haber ayudado a su vecino en una ocasión cuando éste lo necesitó. No por haber ayudado a su vecino desaparecerá el delito por el cual está siendo juzgado ahora. Pues era así cómo los judíos del Antiguo Testamento intentaban escapar del juicio de Dios. Pensaban que haciendo suficientes cosas buenas Dios perdonaría lo malo que habían hecho. Pero esto no funciona así. Como dice Santiago, al violar un solo aspecto de la ley nos convertimos en pecadores y quedamos bajo el juicio de Dios.
Imagínese por un momento a un niño pequeño y hambriento observando un pomo lleno de caramelos que está fuera de su alcance. Él intenta todo lo imaginable para alcanzar el pomo, pero éste le queda demasiado alto. Aun parándose en la silla más alta no puede alcanzar el pomo. Ninguno de sus esfuerzos le sirve para coger los caramelos que están en el pomo. Asimismo sucede con la ley de Dios. Siempre estuvo fuera del alcance del pueblo de Dios.
A través de la historia de la iglesia hemos visto lo que las personas han hecho en su intento por alcanzar los estándares que Dios ha establecido en su ley. Algunos han vivido en aislamiento, en cuevas, montañas o monasterios. Otros han recurrido a la autoflagelación, a una vida de pobreza e incluso a morir por su fe. En muchos casos no se trata de falta de empeño. Al niño que anhela alcanzar el pomo de caramelos no le falta empeño. No se puede decir que al pueblo de Dios en el Antiguo Testamento le faltaban deseos de hallar a Dios. Sin embargo, su celo no los aproximaba a Dios ni siquiera un poco. La naturaleza humana, por muy disciplinada que sea, nunca podrá alcanzar el estándar que Dios exige. Ninguno de nosotros podrá jamás vivir una vida perfecta.
Los judíos persistieron tercamente en sus intentos de alcanzar los estándares de Dios pero no lo consiguieron. Otros, en el transcurso de la historia, sencillamente se han rendido y se han alejado, creyendo que una relación con Dios es imposible. Estas dos alternativas no son las únicas. Como ya hemos dicho hay una tercera alternativa.
¿Qué hace un niño al no poder alcanzar el pomo de caramelos? ¿No le pide acaso a alguien más grande que se lo alcance? Esto era lo que la ley de Dios se proponía. Obligar a las personas a reconocer su incapacidad y desafiarlas a buscar ayuda exterior. La ley fue diseñada para mostrarnos nuestra necesidad.
Capítulo 5 – Sombra de lo que ha de Venir
“Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado. Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados” (He. 10:1-3)
Hasta ahora hemos visto cómo la ley de Dios en el Antiguo Testamento le enseñaba al pueblo de Dios la diferencia entre el bien y el mal, lo hacía responsable ante Dios y le mostraba su necesidad. Ahora veremos que la ley de Dios no solamente le mostraba al pueblo de Dios su necesidad sino que también le señalaba directamente la solución de esa necesidad.
El libro de Hebreos es muy útil, pues nos muestra cómo la ley de Dios le indicaba al pueblo de Dios la solución de sus problemas. En Hebreos 10:2 se nos dice que la ley de Dios era una sombra de lo que había de venir. Una sombra no es algo real. Sin embargo nos muestra que lo real está muy cerca. También nos da una idea del aspecto que tendrá lo real. Esto era lo que hacía la ley de Dios.
En la ley de Dios había toda clase de ejemplos ocultos de lo que Dios haría para solucionar el problema del pecado. Analicemos muy brevemente lo que el autor de Hebreos nos revela acerca de cómo la ley le mostraba al pueblo a Jesucristo como la solución para los pecados y el juicio.
En Hebreos 3:5-6 se dice:
“Y Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo, para testimonio de lo que se iba a decir; pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza.”
El papel de Moisés al dar las leyes era, según Hebreos 3:5, “para testimonio de lo que se iba a decir.” En otras palabras, Moisés como legislador debía indicarles a las personas lo que sucedería en el futuro. La ley que Moisés le dio al pueblo esperaba la llegada de una obra mayor que sería cumplida.
Si avanzamos hasta el capítulo 4 del libro de Hebreos, vemos que el autor habla de la ley judía del sábado. La ley del sábado llamaba a todos los judíos a cesar su trabajo y a pasar el día en reflexión, adoración y descanso. Era una ocasión para que el pueblo de Dios pasara un tiempo en la quietud de Su presencia.
En Hebreos 4:1-2 se nos dice que los judíos no comprendieron el verdadero significado del Sábado pues no combinaron la práctica de éste con la fe en cuanto a lo que representaba el sábado. Según Hebreos 4:1-2 el sábado era una proclamación del evangelio.
“Temamos, pues, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado. Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos; pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe en los que la oyeron.”
En la ley del sábado estaba escondido un mensaje acerca de la salvación y el descanso que Dios daría a la postre a su pueblo a través de las buenas nuevas de Jesucristo y su sacrificio en la cruz.
En Hebreos 4:6, 9-10, se nos dice que aunque se practicaba la ley del sábado el pueblo de Dios tendría un reposo mayor aun.
“Por lo tanto, puesto que falta que algunos entren en él, y aquellos a quienes primero se les anunció la buena nueva no entraron por causa de desobediencia” (He. 4:6).
“Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios. Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas” (He. 4:9-10).
Este reposo del Sábado que había sido prometido no era como el Sábado que los judíos practicaban. Los que experimentaban el reposo del Sábado, del cual la ley del día de reposo era una sombra, entraban en la presencia de Dios, en donde experimentaban una paz, una calma y una adoración perfectas. Los que aceptaban a Jesús como Salvador experimentaban el reposo que se describía en el Sábado. Podremos experimentar la quietud y la paz anunciadas de antemano por la ley del sábado solamente cuando nuestra experiencia con Dios esté garantizada. Se trataba de un reposo del peso y la esclavitud que el pecado suponía. Este reposo puede experimentarse a diario. La ley del sábado señalaba el día en el que los creyentes experimentarían un reposo mayor en su corazón gracias a la obra del Señor Jesús.
En Hebreos 4:8 se habla de los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento que administraban la ley. Estos hombres cumplían fielmente los requisitos de la ley de Dios, pero aun así eran pecadores que necesitaban perdón.
“Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados; para que se muestre paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidad; y por causa de ella debe ofrecer por los pecados, tanto por sí mismo como también por el pueblo.” (He. 5:1-3)
Los sacerdotes del Antiguo Testamento solo podían posponer la ira de Dios por un tiempo. Ellos debían ofrecer sacrificios por sí mismos, para indicar que incluso aquellos que administraban la ley estaban también bajo el juicio de Dios.
Quedaba claro que el sacerdocio del Antiguo Testamento no resolvía el problema del pecado y la separación de Dios. Nadie podía, a través de la administración de este sacerdocio, alcanzar el estándar que Dios había establecido en su ley. Era por este motivo que tenía que existir otro sacerdocio.
“Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo la ley), ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón?” (He. 7:11)
Jesús vino a la tierra como un nuevo sacerdote, y no como los sacerdotes del Antiguo Testamento. Él ni siquiera pertenecía al linaje de Aarón, al cual sí pertenecían todos los sacerdotes del Antiguo Testamento. Jesús no pertenecía a la tribu de Leví, sino a la de Judá.
Jesús se hizo sumo sacerdote de un nuevo orden. Su sacerdocio es diferente del sacerdocio del Antiguo Testamento. En Hebreos 7:24-27 se nos dice que él permanece para siempre y puede salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios.
“…mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos; que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados, y luego por los del pueblo; porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.”
Como sumo sacerdote Jesús vivió una vida perfecta. Él ofreció un sacrificio perfecto y puede salvar a todos los que se acercan a Dios por él. Las leyes de Dios relacionadas con el sacerdocio señalaban a Jesús como nuestro sumo sacerdote. Jesús aportaría la solución al pecado que ningún sacerdote del Antiguo Testamento pudo jamás aportar.
Hebreos 9 habla sobre las leyes de Dios relacionadas con el templo. Aunque no tenemos tiempo para entrar en los detalles de cómo el templo y sus objetos señalaban hacia el Señor Jesús, quisiera abordar un asunto específico en este sentido.
Hebreos 9:3 habla sobre una parte del templo llamada el Lugar Santísimo. Dios revelaba su presencia en esta parte del templo a través del Arca de la Alianza. Los judíos consideraban a esta parte como un lugar tan santo y sagrado que solo el Sumo Sacerdote podía entrar una vez al año tras purificarse. Una cortina separaba este Lugar Santísimo del resto del templo.
La cortina que separaba el Lugar Santísimo del resto del templo le mostraba al pueblo de Dios que el camino hacia Él estaba cerrado. El pecado separaba a Dios de Su pueblo. El autor de Hebreos aclara esto en Hebreos 9:8 cuando dice:
“…dando el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo, entre tanto que la primera parte del tabernáculo estuviese en pie.”
Cuando el Señor Jesús murió en la cruz la cortina se rasgó de arriba abajo.
“Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu. Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron;” (Mt. 27:50-51).
Con su muerte en la cruz el Señor Jesús rompió la barrera que separaba a Dios de Su pueblo, dándole a la gente acceso libre al Lugar Santísimo. La cortina del templo, colocada allí según la ley de Dios, era un símbolo de la barrera que el Señor Jesús, como nuestro Sumo Sacerdote, eliminaría.
La ley de Dios exigía que se ofreciesen sacrificios a Dios por los pecados del pueblo. El número de toros y cabras que se sacrificaba por los pecados del pueblo era incontable. Estos sacrificios tenían que hacerse de forma continua pero no resolvían el problema del pecado. En Hebreos 10:3-4 se nos dice que estos sacrificios no podían de forma alguna eliminar el pecado:
“Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados.”
Ninguna cantidad de animales sacrificados podía pagar por nuestros pecados. Sin embargo Jesucristo se presentó como el sacrificio perfecto por nuestros pecados. Él murió como un cordero sacrificado por los pecados del mundo. Como cordero perfecto, su sacrificio fue plenamente aceptado por Dios y pagó por los pecados del mundo, los pasados, presentes y futuros. Hebreos 10:12-14 lo dice así:
“pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies; porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados.”
Ese único sacrificio del Señor Jesucristo logró lo que todos los sacrificios del Antiguo Testamento no pudieron lograr. Resolvió el problema del pecado de una vez y para siempre. Todos los que vienen a él y aceptan su sacrificio hallan perdón absoluto y son liberados del juicio de Dios, algo que los sacrificios del Antiguo Testamento nunca pudieron lograr.
El propósito de la ley fue presentarnos a Cristo. La ley es la presentación del evangelio de Dios. A través de la ley, Dios le mostró a su pueblo su necesidad y presentó las buenas nuevas de salvación a través de su hijo Jesús. Su Hijo le daría al pueblo el reposo del Sábado que ellos añoraban; el descanso para sus almas. Su Hijo se convertiría para ellos en el Sumo Sacerdote perfecto, cuyo sacrificio traería la victoria eterna sobre su pecado. Su Hijo rompería el muro que separaba al pueblo de Dios. Su Hijo daría fin, de una vez y por todas, al sacrificio constante de animales por el pecado, al convertirse él mismo en un sacrificio perfecto y único.
La ley de Dios en el Antiguo Testamento apuntaba hacia Jesús. El único valor verdadero de esos sacrificios y ceremonias radicaba en la ejemplificación de la venida de Cristo. Dios nunca hubiese aceptado sacrificios que no fuesen símbolos del sacrificio de su perfecto Hijo. La ley hallaba su verdadero significado y propósito en la vida y ministerio de Cristo. Era una sombra de las cosas superiores que habrían de venir.
Capítulo 6 – Justificados Delante de Dios
“Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él [Jesús] se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree.” (Hch. 13:38-39)
La ley que Dios le dio a Su pueblo a través de Moisés nos mostró lo que Dios esperaba, pero no podía ayudarnos a vivir de la forma indicada. Más bien nos situaba ante un estándar imposible de alcanzar que nadie podía lograr, y además exigía un precio que nadie podía pagar. Dios, a diferencia de las leyes humanas, exigía perfección. Ningún humano jamás, a excepción del Señor Jesús, podía alcanzar ese estándar. En Hechos 13:38-39, el pasaje que hemos citado al principio de este capítulo, se dice que por la ley de Moisés no podemos ser justificados delante de Dios. El apóstol Pablo expresó esta idea en Romanos 3:20 diciendo:
“ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado.”
Esta afirmación es más que clara. “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado.” El propósito de la ley nunca fue justificarnos delante de Dios. Pablo aclara bien en Romanos 3:20 que el propósito de la ley era concientizarnos acerca del pecado y mostrarnos nuestra necesidad. Gracias a la ley nos volvemos conscientes de nuestra incapacidad de hacer lo correcto delante de Dios mediante nuestros propios esfuerzos. Ninguno de los innumerables toros y ovejas sacrificados en el Antiguo Testamento hubiese podido modificar nuestro estatus delante Dios.
En Jeremías 13:23, este profeta nos dice:
“¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?”
A pesar de habernos vestido de buenas obras y obediencia, nuestra naturaleza interior no cambió. Un cerdo, aunque esté limpio, y lleve un lindo lazo en el cuello, seguirá siendo un cerdo, y su naturaleza de cerdo no cambiará. A la más mínima oportunidad que tenga correrá hacia el charco de lodo más cercano y saltará en él, aunque lleve el lindo lazo en el cuello. Esto sucede porque su naturaleza sigue siendo la misma.
En el Antiguo Testamento se ofrecían sacrificios constantemente, pero la gente continuaba pecando y estaba bajo el juicio de Dios. El hecho de que estos sacrificios continuaban día tras día significa que no lograban acercar al pueblo de Dios hacia Él. Se les imponían castigos a los que violaban la ley, pero las infracciones continuaban. La ley, con sus restricciones, prohibiciones, ceremonias y sacrificios, nunca pudo cambiar la naturaleza pecaminosa del pueblo, ni hizo que el pueblo fuese acepto delante de Dios, sencillamente porque no eliminó el problema del pecado que los separaba de Él.
No es menos cierto que había personas que vivían más rectamente que otras. Algunos vivían de forma más cercana a Dios, pero nadie podía afirmar estar libre de pecado. Algunos podrán decir entonces, “Bueno, realmente no importa que no seamos perfectos, Dios debería aceptarnos de todas formas”. Pero esta opinión presenta varios problemas.
En primer lugar, los que dicen que Dios debe aceptarnos como somos y que no debe preocuparse por nuestros pecados no comprenden la naturaleza del pecado. El pecado es lo que nos separa de Dios. Se trata de la enfermedad más mortal que posee la naturaleza humana. Ha sido la causante de todos nuestros problemas aquí en la tierra. ¿Se expondría usted a un virus letal? ¿Dejaría usted que su niño jugara con una serpiente venenosa? El pecado debe enfrentarse de forma completa y definitiva. No podemos darnos el lujo de transigir en ese sentido.
En segundo lugar, esta afirmación no tiene en cuenta la santidad de Dios. La santidad de Dios es tal que Él odia el mal en cualquiera de sus formas o envergaduras. A menudo nos hemos tornado insensibles al pecado. La televisión y los medios de difusión masivos nos muestran constantemente imágenes de conductas pecaminosas, y las describen como algo aceptable. Ya no nos horrorizamos y ni siquiera nos alteramos ante un comportamiento pecaminoso. Pero la forma en la que Dios ve el pecado no cambia. Esta conducta es totalmente contraria a todo lo que Dios representa. Como mismo la luz no puede vivir en presencia de la oscuridad, un Dios Santo no puede vivir en la presencia de pecado. Debemos enfrentar el pecado de forma completa si queremos vivir en la presencia de un Dios santo.
En tercer lugar, los que dicen que Dios debe aceptarnos tal y como somos no tienen en cuenta la justicia. La justicia exige una retribución. Pero cuando ignoramos un delito no estamos siendo justos. Dios no ignorará nuestros pecados. La justicia exige retribución por nuestros pecados si es que deseamos ser justificados delante de Dios.
Por último, aquellos que dicen que Dios debería sencillamente ignorar el pecado y aceptarnos de todas maneras, no comprenden la provisión que él ha hecho para quitar nuestro pecado. Romanos 3:21-25 nos dice que Dios tiene un plan que satisface esas exigencias de justicia y nos hace justos delante de él.
“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados.”
Estos versículos están entre los más poderosos de la Biblia. En este pasaje Pablo nos habla de tres cosas muy importantes. En primer lugar nos dice que Dios, en su gracia y paciencia, por un tiempo dejó sin castigo los pecados del pasado. En segundo lugar, Dios envió a su Hijo para que fuese el sacrificio perfecto que pagase por todos los pecados de una vez y por todas. En tercer lugar, por medio de este sacrificio, Él les ofrece ahora a todos los que lo reciban una justificación total delante de Él, sin relación con la ley.
Ahora todos nosotros podemos ser restaurados y justificados delante de Dios a través de la obra del Señor Jesús. Esto no depende del cumplimiento con la ley de Dios y sus exigencias. El sacrificio de Cristo en la cruz fue suficiente, en la mente de Dios, para pagar el precio de nuestros pecados y satisfacer las exigencias de justicia.
La obra del Señor Jesús en la cruz cubre nuestros pecados, los pasados, los presentes y los futuros. Todos los pecados que he cometido o que cometeré están cubiertos por ese único sacrificio que el Señor Jesús hizo por mí. Los que han aceptado su obra ahora pueden estar delante de Dios, sabiendo que todos sus pecados han sido perdonados completamente y que el precio por ellos ha sido pagado. Nada que yo haya hecho en el pasado o que pueda hacer en el futuro podrá ser tenido en cuenta contra mí, ya que la muerte de Jesús en la cruz ha cubierto todas estas cosas.
La ley era incapaz de justificarnos delante de Dios, no por ser imperfecta, sino por causa de nuestra imperfección. Dios se rehusó a disminuir su estándar y a transigir con el pecado. En lugar de ello, dio su vida para pagar el precio que nosotros no podíamos pagar. Jesús vino a hacer lo que la ley no podía hacer. Él vino a justificarnos delante del Padre. Es por ello que ahora podemos estar delante de Dios libres de pecado. La barrera que la ley de Dios nos había revelado ha sido destruida y ahora estamos delante de Dios, sabiendo que cada uno de nuestros pecados ha sido perdonado gracias a la obra de Jesús en la cruz.
Jesús, a través de su muerte sacrificial, cumplió con todos los requisitos legales de la ley. Él pagó el precio de todos mis pecados y satisfizo las exigencias justas de Dios para que yo volviese a tener una adecuada relación con el Padre. Su sacrificio no solo cubrió mis pecados pasados, sino todos los pecados que cometeré en el futuro, para que nunca más mis transgresiones sean tenidas en cuenta contra mí. Jesús cumplió la ley de Dios, pues pudo cumplir con sus requisitos para garantizarme una relación adecuada con Su Padre.
Capítulo 7 – Un Nuevo Sacerdocio
“Si, pues, la perfección fuera por el sacerdocio levítico (porque bajo él recibió el pueblo la ley), ¿qué necesidad habría aún de que se levantase otro sacerdote, según el orden de Melquisedec, y que no fuese llamado según el orden de Aarón? Porque cambiado el sacerdocio, necesario es que haya también cambio de ley; y aquel de quien se dice esto, es de otra tribu, de la cual nadie sirvió al altar. Porque manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló Moisés tocante al sacerdocio. Y esto es aún más manifiesto, si a semejanza de Melquisedec se levanta un sacerdote distinto, no constituido conforme a la ley del mandamiento acerca de la descendencia, sino según el poder de una vida indestructible. Pues se da testimonio de él: Tú eres sacerdote para siempre, Según el orden de Melquisedec.” (He. 7:11-17)
La ley de Moisés, con todos sus sacrificios y regulaciones, había sido administrada por personas que tampoco podían guardarla. Cada vez que estos sacerdotes iban a ministrar delante del Señor primero debían ofrecer sacrificios por sus propios pecados. Esto nos muestra que ni siquiera los sacerdotes tenían victoria sobre el pecado.
Era imposible que ellos brindaran una solución al problema del pecado cuando ellos mismos estaban aún sujetos a su condenación. Los sacerdotes del Antiguo Testamento eran incapaces de proveer una solución definitiva al problema del pecado.
Jesús vino a convertirse en nuestro nuevo sumo sacerdote. Sin embargo, en Hebreos 7 se dice que Él no se convirtió en sumo sacerdote por ser descendiente de Leví, como sucedía con los demás sacerdotes del Antiguo Testamento. El Señor Jesús pertenecía a la tribu de Judá. Según la ley de Moisés nadie que no perteneciese a la tribu de Leví podía servir como sacerdote (ver Números 3:10). El sacerdocio de Jesús no era semejante al sacerdocio del Antiguo Testamento. Él vino a establecer un sacerdocio totalmente nuevo, y a hacer lo que el sacerdocio levítico no había podido hacer.
Bajo el nuevo sacerdocio de Jesús tendría lugar una nueva restructuración. En Hebreos 7:12 se dice que con la llegada del nuevo sacerdocio también hubo un cambio en la ley.
Con la obra de Jesucristo, el papel del sacerdote iba a cambiar. Ya no habría más sacrificios por el pecado, pues su único sacrificio era suficiente para siempre. Ya no habría necesidad de leyes y regulaciones que apuntasen al Mesías que vendría, pues éste ya había llegado. El sacerdocio levítico ya no sería necesario. Los sacerdotes levíticos, cual fieles obreros, se retirarían tras muchos años de servicio para dar lugar al nuevo sacerdocio de Cristo. El sacerdocio antiguo no había sido destituido, sino que se retiraría con honor y dignidad. Había servido un propósito y había alcanzado lo que Dios había planeado que cumpliese.
El antiguo sacerdocio nos había mostrado que necesitábamos un nuevo sacerdote; uno que no fuese como Aarón y sus descendientes, sino que fuese poseedor de méritos diferentes. Hebreos 7 nos dice varias cosas sobre este nuevo sacerdocio de Jesús.
En primer lugar, los versículos 21 y 22 nos dicen que el sacerdocio de Jesús era para siempre. A diferencia del antiguo sacerdocio, que esperaba algo mayor, este sacerdocio nunca tendría que ser cambiado. Nada lo superaría. Nunca más habría necesidad de otro sacerdote, pues la obra de Jesús satisfaría todas las exigencias del Padre por la eternidad.
En segundo lugar, Cristo, como sumo Sacerdote para siempre, puede salvar perpetuamente a aquellos que vienen a Dios a través de Él (Hebreos 7:25). Esto no había sido posible bajo el antiguo sacerdocio. Bajo la ley de Moisés ningún sacerdote podía salvar perpetuamente. El valor del antiguo sacerdocio radicaba precisamente en el hecho de que esperaba la llegada de un Sumo Sacerdote que pudiese salvar perpetuamente. Jesús, al convertirse en Sumo Sacerdote, cumplió el mayor deseo de la ley, o sea, eliminar la barrera entre Dios y los seres humanos. Los que vienen a Dios por medio de Jesucristo alcanzan perdón y restauración completos. Esta salvación es tan completa que no es necesario hacer más nada para hacernos más aceptables delante del
Padre. Todos nuestros pecados son perdonados y nuestra relación con el Padre queda garantizada por la eternidad.
En tercer lugar, Jesús como nuestro Sumo Sacerdote satisface nuestra necesidad, pues él fue puro y sin mancha (ver versículo 26). Él nunca necesitó ofrecer un sacrificio por sí mismo, pues él nunca pecó. Él era perfecto y su obra fue perfecta. Todos los sacrificios del Antiguo Testamento fueron imperfectos pues fueron ofrecidos por sacerdotes que eran pecadores. Pero no sucedió así con Jesús. Él había vencido el pecado. Estaba por tanto libre de todos sus efectos contaminantes. Cuando él dio su vida, estaba dando una vida perfecta y libre de pecado. Ése era el sacrificio requerido. Lo que la sangre de los toros y machos cabríos no pudo lograr, Jesús lo logró por nosotros. Él satisfizo nuestra necesidad de forma perfecta.
Por último, Hebreos 7:27 nos dice que Jesús, como nuestro Sumo Sacerdote, hizo un sacrificio único por nuestros pecados. Eso significa que no hará falta nunca más hacer sacrificios por el pecado. Todos los pecados pasados, presentes y futuros han quedado perdonados por el sacrificio único del perfecto Cordero de Dios. Jesús se convirtió en el puente entre Dios y el hombre. La barrera que nos separaba de Dios, es decir, el precio del pecado, fue eliminada por Jesús. Solo él pudo reemplazar a Aarón y a los sacerdotes levíticos y ministrarnos de forma eficaz en nombre de Dios.
La ley del Antiguo Testamento fue administrada fielmente por los sacerdotes levíticos. Sin embargo, ellos llevaban a cabo sus servicios sabiendo que nunca podrían ofrecer una salvación completa al administrar la ley. El valor de su esfuerzo radicaba en lo que éste representaba, es decir, en la aparición final del sumo Sacerdote que cumpliría a la perfección con todos los requisitos de la ley que ellos administraban. Él le ofrecería a su pueblo una salvación completa y absoluta. Cristo vino a cumplir con la ley, convirtiéndose en nuestro perfecto Sumo Sacerdote y salvando así la distancia entre un Dios Santo y una creación pecaminosa, algo que los sacerdotes del Antiguo Testamento nunca pudieron hacer.
Capítulo 8 – Un Nuevo Corazón
“Porque si aquel primero hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo. Porque reprendiéndolos dice: He aquí vienen días, dice el Señor, En que estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto; no como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos no permanecieron en mi pacto, y yo me desentendí de ellos, dice el Señor. Por lo cual, este es el pacto que haré con la casa de Israel Después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, Y ellos me serán a mí por pueblo; y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (He. 8:7-12).
La antigua alianza, con sus reglas y regulaciones había cumplido sus propósitos fielmente. Pero esto no era suficiente. Hacía falta algo más. La antigua alianza nunca había enfrentado la verdadera raíz de nuestro problema, o sea, nuestro corazón pecaminoso. Se hacían sacrificios por el pecado, pero éste continuaba existiendo. El corazón humano seguía siendo el mismo, endurecido para entender la voluntad de Dios y pecaminoso por naturaleza.
De una forma u otra, la administración de la ley era como sacarle el agua a un barco que se hunde. Los sacerdotes, por medio de la ley del Antiguo Testamento, se encontraban constantemente sacándole agua a ese barco. Se ofrecían sacrificios constantemente para aplacar la ira de Dios, pero no se hacía nada con respecto al enorme agujero que tenía el barco en un costado. Tanto el pecado como el malvado corazón humano eran como un gran agujero en el barco de nuestras vidas. La ira de Dios, como las olas del mar, golpeaba el barco. El sacerdote “sacaba agua” constantemente, pero era impotente para reparar el enorme agujero en el costado del navío, es decir, el corazón pecaminoso. Mientras el corazón continuase igual estaría bajo el juicio de Dios, y nuestro barco se hundiría. La ley, en el mejor de los casos, era solamente una medida temporal. El agujero en el barco de nuestras vidas necesitaba reparación.
El profeta Jeremías dijo acerca del corazón humano:
“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jer. 17:9)
Cuando Dios analizó la naturaleza humana en los días de Noé, ¿qué observó? Veamos la descripción del corazón humano que aparece en Génesis 6:5:
“Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.”
Analicemos la descripción que Dios hace del corazón humano. Según Jeremías 17:9, el corazón es “engañoso más que todas las cosas, y perverso.” Dios dice en Génesis 6:5 que “todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.”
Se trata de palabras muy duras y condenatorias. El corazón humano pensaba “de continuo en el mal” y era “perverso”. Con un corazón así, ningún ser humano podría jamás ser aceptado por Dios. No bastaría con obedecer la ley de Moisés; si nuestros corazones no cambian, siempre estaremos separados de Dios.
Ya hemos visto que la muerte del Señor Jesús cubrió nuestros pecados pasados, presentes y futuros. El precio de nuestro pecado fue pagado y ahora podemos estar delante de Dios sin que nuestros pecados sean tenidos en cuenta contra nosotros. Para poder sostener una relación con Dios había que resolver este asunto legal. Sin embargo, la obra del Señor Jesús como nuestro sumo sacerdote no se resumió a eso solamente. Él vino no solo a perdonar nuestros pecados y a justificarnos delante del Padre. Él también vino a proporcionarnos una forma de vida en esta nueva relación con Dios.
Jesús vino para darles un corazón nuevo a todos los que en él creían. Tanto Jeremías como Ezequiel profetizaron acerca de un tiempo en el que el pueblo de Dios recibiría un corazón nuevo. Veamos lo que dijeron:
“Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande…” (Jer. 31:33-34)
“Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne, para que anden en mis ordenanzas, y guarden mis decretos y los cumplan, y me sean por pueblo, y yo sea a ellos por Dios” (Ez. 11:19-20).
Percatémonos de varias cosas que estos profetas nos dicen sobre el nuevo corazón que Dios le daría a su pueblo. En este nuevo corazón estarían escritas las leyes de Dios. En otras palabras, sería un corazón programado para obedecer las leyes de Dios. Este nuevo corazón también sería leal a Dios y totalmente íntegro. Caminaría en los senderos de Dios, buscándole, y no en caminos pecaminosos como el viejo corazón. Sería un corazón de carne, sensible ante Dios y su voz. Se deleitaría en seguir a Dios y hacer su voluntad.
Los que recibieran ese nuevo corazón se convertirían en personas diferentes. En 2 Corintios 5:17 dice:
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”
Pablo dijo en Gálatas 6:15:
“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación.”
Jesús vino a transformarnos. Él no vino a sacarle agua al barco como hacían los sacerdotes bajo la ley de Moisés. Él vino a lidiar con la raíz del problema, es decir, con nuestro corazón pecaminoso. Y lo hizo dándonos un corazón nuevo que fuese en pos de Dios y de sus caminos.
Los que aceptan al Señor Jesucristo como su Salvador reciben un nuevo corazón. Los viejos deseos del pasado parecen desvanecerse. Estas personas desarrollan un nuevo interés y deseo en la vida: servir al Rey de reyes. Obedecen al Señor su Dios, no por obligación o por temor al castigo, sino con gozo. Se deleitan en obedecerle y servirle. Jesús vino para cumplir con el deseo más profundo de la ley, y ese deseo es que la naturaleza humana sea transformada de tal manera que los hijos de Dios le amen con todo su corazón y anden en pos de él con gran deleite. Eso era imposible para el viejo corazón pecaminoso.
Capítulo 9 – Victoriosos Frente al Pecado
VICTORIOSOS FRENTE AL PECADO
“Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia. Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Ro. 6:11-14).
Antes de que Cristo viniese al mundo los seres humanos eran esclavos de su vieja naturaleza pecaminosa. Imagínense a un pez que dice, “Estoy cansado de vivir en el océano, de ahora en adelante viviré en la tierra. “Pero la naturaleza del pez es vivir en el océano. De la misma manera que un pez no puede vivir en tierra seca nosotros tampoco podemos dejar de pecar. La humanidad estaba atrapada en un océano de pecado así como el pez estaba atrapado en el océano. Éramos esclavos de la única naturaleza que teníamos, una naturaleza pecaminosa.
Vemos a los hijos de Israel en el Antiguo Testamento y nos preguntamos por qué resistían constantemente al Señor su Dios. Pensamos en los grandes santos de Dios que cayeron en pecados horribles y nos preguntamos por qué. Recordamos a Adán comiendo del fruto del árbol prohibido. Recordamos a David cometiendo un asesinato para encubrir su adulterio. Vemos cómo Salomón fue presa de las influencias pecaminosas de sus muchas esposas. Recordamos a Pedro negando a su Señor y al otro discípulo abandonándolo en el huerto de Getsemaní. Las páginas de la Biblia están llenas de errores humanos. ¿Estamos nosotros condenados también a una vida de fracasos espirituales?
Jesús hizo por nosotros lo que la ley no tuvo poder para hacer. Él vino para darnos la victoria sobre el pecado. Lo hizo de tres maneras:
En primer lugar, Jesús satisfizo todos los requisitos legales de la ley y pagó el precio de nuestros pecados muriendo en la cruz. Esto significa que ningún pecado nos separará jamás de Dios el Padre.
En segundo lugar, todos los que reciben al Señor Jesús obtienen una nueva naturaleza. Él les da un nuevo corazón que es sensible ante Dios y que se deleita en hacer su voluntad. Ya examinamos esto brevemente en el último capítulo.
En tercer lugar, Jesús nos da su Espíritu Santo para darnos poder, guiarnos y protegernos. Pablo aclara que una de las diferencias distintivas entre un creyente y un incrédulo está relacionada con la presencia del Espíritu Santo en la vida del creyente. En Romanos 8:9 Pablo dice:
“Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”.
Esta combinación de factores es un arma poderosa contra el pecado y el mal. La barrera legal entre Dios y nosotros ha sido eliminada porque el precio por nuestros pecados ha sido pagado. Hemos recibido un nuevo corazón que halla su deleite en Dios y en sus caminos y que anhela seguirle. Jesús también ha puesto su Espíritu Santo en nosotros, el cual nos capacita y nos guía para vivir como Dios exige.
Esto no significa que nunca caeremos en pecado. En Romanos 8:12-14 el apóstol Pablo exhorta a los creyentes de Roma a que mueran a su vieja vida y comiencen a vivir conforme a la nueva naturaleza que habían recibido.
“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.”
Pablo dice lo mismo en Colosenses 3:5-10:
“Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia, en las cuales vosotros también anduvisteis en otro tiempo cuando vivíais en ellas. Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno…”
En el libro de Colosenses Pablo exhortó a los creyentes a hacer morir lo terrenal que tenían, y a “revestirse de un hombre nuevo.” En Romanos 6:11-14 él también exhorta a los creyentes a considerarse muertos al pecado y a ofrecerse a Dios como vivos de entre los muertos.
“Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.”
Percatémonos de que Pablo les dice a los creyentes que vivían en Roma que eran vivos de entre los muertos. En otra época habían estado muertos a las cosas de Dios, siendo incapaces de vivir como él exigía. Pero al aceptar a Cristo eso había cambiado. Habían recibido una nueva naturaleza y ahora el Espíritu les había llenado de poder y los guiaba. Aunque tendrían que seguir luchando contra el pecado, ahora podrían hacerlo desde una situación completamente diferente. Ya el pecado había dejado de tener derecho legal sobre ellos, pues Jesús había pagado el precio y los había rescatado de su control. Ya no estaban destinados a vivir conforme a la naturaleza pecaminosa, pues habían recibido una naturaleza nueva que podía escuchar a Dios y que ansiaba obedecerle. Ya no estaban indefensos ante el pecado porque Dios había puesto su Espíritu en ellos para darles la capacidad de vencer el pecado.
Mientras vivamos en un mundo pecaminoso tendremos que batallar contra el pecado. El creyente estará rodeado de tentaciones y le sucederán cosas terribles por causa del pecado. Sin embargo el creyente ahora posee las herramientas necesarias para batallar contra el pecado, contra Satanás y contra el mundo. Pero además, el creyente posee la esperanza y seguridad ciertas de que llegará el día en el que Cristo juzgará el pecado y eliminará su influencia para siempre. En Apocalipsis 21:27, en un pasaje que habla sobre la Nueva Jerusalén, dice:
“No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero.”
Pronto llegará el día en el que todos los que pertenecen a Jesús ya no tendrán que batallar contra el pecado. Tanto el pecado como su influencia serán eliminados completamente. Ese día desaparecerán todas las enfermedades, el dolor, el sufrimiento y las tentaciones. Viviremos en la presencia de Cristo por siempre, en donde el pecado y sus influencias jamás se harán sentir nuevamente.
Jesús vino para cumplir con la ley de Moisés, ofreciéndonos la posibilidad de la victoria en esta vida a través de la nueva naturaleza que él colocó en nosotros y de la obra capacitadora de Su Espíritu. Él también nos da la promesa de una eliminación completa del pecado y su influencia en la vida venidera, cuando nos regocijaremos por siempre en su presencia. La victoria contra el pecado en esta vida ahora es posible a través de Cristo y Su Espíritu, y está garantizada completamente en la vida futura para todos los que le pertenecen.
Capítulo 10 – Salvación por Gracia
“De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído. Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia; porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor” (Gálatas 5:4-6).
La obra del Señor Jesucristo puso fin a la ley del Antiguo Testamento al cumplir con todas sus exigencias. Por medio de Su obra en la cruz, los que vienen a él reciben una justificación delante de Dios que no es por la ley, un nuevo corazón y los medios para poder vivir una vida cristiana victoriosa. Ya podemos alcanzar salvación y estar libres del juicio de Dios. Nuestros esfuerzos por agradar a Dios no serán causados por buscar librarnos del juicio de Dios. Esto significa que incluso quienes no practicaron la ley del Antiguo Testamento pueden experimentar el perdón de sus pecados y la salvación que Dios ofrece a través de su hijo Jesucristo.
Uno de los problemas fundamentales de la iglesia primitiva estaba relacionado con el papel de la ley en el Antiguo Testamento en lo tocante a la salvación. Algunos enseñaban que solo los circuncidados y los que guardaban la ley de Moisés podían ser salvos (ver Hch. 15:1). Esta enseñanza provocó conmoción en la iglesia. De hecho fue necesario convocar a un concilio especial para abordar este importante asunto.
En Hechos 15 se describe el concilio que tuvo lugar en Jerusalén. Tras debatir sobre el tema durante largo rato Pedro se levantó en medio de los apóstoles y los hermanos que estaban allí reunidos y dijo:
“Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos.”
Ese día Pedro dio testimonio de la poderosa obra de Dios que estaba manifestándose entre los gentiles a través de su ministerio. Estos gentiles no observaban las leyes del Antiguo Testamento. No practicaban la circuncisión, no ofrecían sacrificios por sus pecados ni observaban las celebraciones y días especiales que guardaban los judíos. Pero a pesar de que estos gentiles no tenían nada que ver con la ley, Dios los estaba alcanzando con poder y estaba poniendo su Espíritu Santo en ellos. Pedro creía que si Dios aceptaba a los gentiles que no practicaban la ley de Moisés, entonces la iglesia también necesitaba aceptarlos como creyentes en igualdad de condiciones con los creyentes judíos.
Pablo y Bernabé también testificaron de la misma obra de Dios en su ministerio. El concilio tuvo que obligatoriamente admitir que el Señor ciertamente estaba haciendo una gran obra entre los gentiles, y que había dado su Espíritu Santo incluso a aquellos que no guardaban la ley de Moisés. El concilio llegó a la conclusión de que una persona podía ciertamente ser salva sin guardar la ley. La decisión de ese concilio realmente condenó a los falsos maestros que enseñaban que una persona tenía que estar circuncidada y guardar la ley de Moisés para ser salva. La decisión del concilio de Jerusalén resolvió este asunto de una vez y por todas para los creyentes de esa época. La salvación descansó enteramente en la obra de Cristo. Esto dio lugar a que los creyentes gentiles que no practicaban la ley fuesen aceptados como hermanos y hermanas en Cristo en igualdad de condiciones con los creyentes judíos.
Una de las enseñanzas más importantes del Nuevo Testamento fue que la salvación estaba totalmente desligada de la observancia de la ley de Moisés del Antiguo Testamento. El apóstol Pablo habla claramente sobre esto en Romanos 3:20-24:
“…ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado. Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.”
Percatémonos de lo que el apóstol Pablo está diciendo aquí. Él deja bien en claro que nadie será declarado justo por observar la ley. Es decir, guardando la ley es imposible obtener justificación delante de Dios. Pablo dice además que somos justificados delante de Dios solamente a través de la fe en la obra del Señor Jesús. Según Pablo no existe diferencia entre los judíos que seguían la ley de Moisés y los gentiles que no la observaban; todos eran pecadores que necesitaban perdón. Todos los que fuesen a Cristo serían perdonados gratuitamente. La salvación y la justificación delante de Dios nada tenían que ver con la observancia de un conjunto de reglas y regulaciones.
En Romanos 3:21 Pablo deja en claro que tanto los profetas como la ley del Antiguo Testamento apuntan a una salvación independiente de la ley:
“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas.”
¿Cómo podemos entonces alcanzar justificación delante de Dios? Pablo lo aclara en Romanos 3:22-24 diciendo:
“…la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús…”
La justificación delante de Dios ahora se podía alcanzar a través de la fe en la obra que el Señor Jesús hizo por nosotros en la cruz. No tenemos que alcanzar un estándar determinado para ser aceptados. Solo debemos confiar en lo que Cristo ha hecho por nosotros.
En su epístola a los gálatas, Pablo les habló con gran severidad a los que insistían en continuar practicando la ley para obtener la aprobación de Dios. Para Pablo, los que trataban de obtener aceptación delante Dios mediante la ley estaban apartándose de las enseñanzas de la salvación por la gracia y el favor inmerecido de Dios. Estaban también negando la importancia de la obra que Cristo había hecho por ellos. En realidad estaban diciendo que no necesitaban a Cristo. Declaraban que la obra de Cristo no tenía valor alguno.
“De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído.” (Gá. 5:4)
Para Pablo estaba más que claro que la ley ya no poseía valor en lo tocante a la salvación. Lo único que importaba era la fe en la obra del Señor Jesucristo.
“…porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor.”
Los autores del Nuevo Testamento estaban absolutamente convencidos de que nadie podía ser salvo solo por guardar la ley del Antiguo Testamento. La salvación descansa completamente en lo que el Señor Jesús hizo por nosotros en la cruz. Nuestra confianza y fe deben estar puestas completamente en lo que él hizo, y no en lo que nosotros hacemos por él.
Capítulo 11 – La Muerte de la Ley
“¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que éste vive? Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras éste vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido. Así que, si en vida del marido se uniere a otro varón, será llamada adúltera; pero si su marido muriere, es libre de esa ley, de tal manera que si se uniere a otro marido, no será adúltera. Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios”.
¿Qué aconteció cuando el Señor Jesús murió en la cruz? Cuando el Señor Jesús murió en la cruz él llevó en sí mismo el castigo absoluto por nuestros pecados. Él pagó el precio total que la ley exigía y nos liberó de su ira y condenación.
Pero en la cruz ocurrió también otra cosa. Cuando Jesús murió en la cruz él cumplió completamente con todas las exigencias de la ley del Antiguo Testamento. Cumplir con algo no es más que llevarlo a cabo satisfaciendo todas las exigencias correspondientes. En capítulos anteriores utilizamos el ejemplo del estudiante que se gradúa de una universidad o instituto superior. Para concluir sus estudios universitarios satisfactoriamente el estudiante debe cumplir con todos los requisitos establecidos por la universidad. Eso es precisamente lo que Cristo hizo por nosotros en la cruz. Él puso punto final a la ley satisfaciendo todas sus exigencias. En realidad la ley murió en la cruz con Jesús, pues había cumplido con todo lo que debía cumplir. Había apuntado precisamente a ese día. Pero ahora rendía ante el camino de la fe.
El camino de la ley es algo muerto. Esto posee implicaciones importantes para nosotros como creyentes. Para explicar esto Pablo comparó en Romanos 7:1-4 nuestra relación con la ley a un matrimonio.
Antes de la llegada de Cristo, los creyentes del Antiguo Testamento estaban casados con la ley. Debían ser fieles a esta ley y dedicarse a ella. Cuando la ley murió, esto cambió completamente. La muerte del cónyuge liberaba al viudo o viuda de sus votos matrimoniales. El cónyuge vivo quedaba libre para volverse a casar. Esto fue lo que sucedió cuando Jesús murió en la cruz. Los creyentes fueron liberados de sus obligaciones para con la ley de Moisés y llamados a comenzar una relación matrimonial con Cristo.
Los creyentes debían por tanto dedicarse a Cristo, debían rechazar cualquier otra cosa y confiar totalmente en Cristo, teniendo fe en Él solamente. Quedaban, por tanto, libres de la obligación que habían tenido con su antiguo compromiso. De hecho, no debían sentir añoranza por su antigua obligación, para no incurrir en pecado. Los creyentes debían ahora renunciar a la ley y poner su confianza solamente en Cristo.
Al haber sido liberados de la ley, ahora estamos unidos con Cristo y con el nuevo pacto de su Espíritu:
“Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (Romanos 7:6).
Muchas personas se han negado a aceptar que su antiguo compañero ha muerto. Se aferran a la ley creyendo de alguna forma que aún pueden obtener favor y aprobación de esa manera. Desean la ley y anhelan obtener aprobación por medio de sus propios esfuerzos. ¡No pueden crecer en su relación con Cristo porque siguen atados a un cónyuge que murió hace 2000 años! No logran comprender que solamente gracias a la obra de Cristo son completamente aceptados por Dios.
¿Acaso no cumplió Jesús con la ley de forma absoluta? ¿No murió acaso para liberarnos de ese estándar imposible de cumplir? ¿No era acaso el propósito de la ley apuntar hacia Cristo y su obra? ¿No nos llama Jesús ahora a poner nuestra confianza y nuestra fe solamente en él? Aferrarnos a la ley significaría no comprender el propósito de ésta, pues ella apunta hacia Cristo.
Como creyentes tenemos la total obligación de morir a las exigencias de la ley. Pablo nos dice en Romanos 7:4:
“Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios”
Como creyentes en Jesucristo y en Su obra no podemos desear la ley o sus exigencias. Nuestra confianza y devoción deben estar puestas totalmente en Cristo y su obra. Debemos renunciar a la ley y sus demandas. De no hacerlo estaríamos siendo infieles a Cristo y negando su obra en la cruz.
Capítulo 12 – La Ley como Guardián Nuestros
“Pero también digo: Entre tanto que el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, estábamos en esclavitud bajo los rudimentos del mundo. Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios…” (Gá. 4:1-7)
En el último capítulo vimos cómo Pablo establecía una comparación entre nuestra relación con la ley y nuestra relación con un cónyuge fallecido. Como la ley está muerta hemos quedado libres de ella y podemos unirnos a Cristo y a su Espíritu. Pablo dice a sus lectores en Romanos 8:1-2:
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte.”
Para Pablo era indudable que los creyentes habían sido liberados de las exigencias de la ley.
En Gálatas 4:1-7 Pablo emplea otro ejemplo de la vida real para ilustrar cómo habíamos sido liberados de la ley. Él comparó nuestra relación con la ley del Antiguo Testamento con un niño varón heredero de la fortuna de su padre. Pablo les recuerda a sus lectores que en la primera etapa de la vida de ese niño, no había realmente diferencia entre éste y un esclavo. A pesar de que heredaría un día los bienes de su padre, aun no era libre de disfrutar de sus beneficios. Hasta que fuese lo suficientemente mayor estaría sujeto a sus tutores y curadores. Tendría que obedecerles y hacer lo que éstos dijesen. Solamente se convertiría en el administrador de los bienes de su padre cuando éste lo decidiese oportuno. En ese momento quedaría libre de sus tutores y curadores y podría disfrutar de sus riquezas.
Cuando el niño alcanzaba la edad adecuada su relación con su guardián cambiaba. Los roles se invertían. Los guardianes dejaban de tener autoridad sobre el niño heredero y ya éste no tendría que rendir cuentas ante su guardián. Podía ser liberado de su cuidado.
Para el apóstol Pablo la ley era como ese guardián. Su objetivo era protegernos y guiarnos. Esta apuntaba hacia la herencia que teníamos y nos preparaba para recibirla. Mientras estuvimos bajo la tutela de la ley estábamos obligados a obedecer la ley. Pero cuando llegó el momento adecuado el Padre envió a su Hijo para liberarnos de la ley y darnos nuestra herencia en Cristo. Ahora podemos experimentar bendiciones espirituales completas a través de nuestra relación con Jesucristo.
La obra del Señor Jesucristo nos preparó para recibir nuestra herencia. La barrera del pecado ha sido eliminada, hemos recibido un nuevo corazón y el Espíritu de Dios ha fijado su residencia en nosotros. Hemos recibido todo lo necesario para vivir una vida de victoria contra el pecado. Como herederos absolutos de Cristo ya nuestro antiguo guardián no tiene autoridad sobre nosotros.
Refiriéndose a la obra del Señor Jesucristo Pablo dice en Efesios 2:14-15:
“Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre, haciendo la paz…”
Gracias a su muerte en la cruz Jesús “abolió la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas”. La ley, como tutor y guardián nuestro, había sido liberada de sus responsabilidades. La ley del Antiguo Testamento había sido un guardián bueno y fiel, pero tras la muerte y resurrección de Cristo ya no tenía papel alguno que jugar en la vida del creyente.
Hebreos 8:7-13 trae a nuestra memoria las palabras del profeta Jeremías:
“He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová.” (Jeremías 31:31-32).
Jeremías deja en claro que Jehová haría un nuevo pacto con su pueblo. Este pacto no sería como al pacto antiguo (Jer. 31:32; He. 8:9). Sería un pacto nuevo. ¿Qué sucedería entonces con el antiguo pacto, sus ordenanzas y leyes? El autor de Hebreos continúa diciendo en Hebreos 8:13:
“Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se envejece, está próximo a desaparecer.”
El nuevo pacto que Dios haría reemplazaría el antiguo pacto. El viejo pacto había sido dado “por viejo.” Ya había cumplido con todo lo que debía lograr y ahora sería reemplazado. El antiguo pacto había muerto con todas sus restricciones y obligaciones. Habíamos sido liberados de su autoridad.
Pablo utiliza numerosos ejemplos; el del antiguo cónyuge, el de la relación del heredero con su guardián, o el del antiguo pacto remplazado por el nuevo. A través de ellos deja en claro que ha habido un cambio para los creyentes. La ley del Antiguo Testamento fue nuestro guardián hasta que Cristo vino. Por tanto nuestra relación con la ley ha llegado a su fin. Hemos sido liberados de ella para servir de una forma nueva, la forma del Espíritu.
Capítulo 13 – Un Nuevo Guía
“Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Ro. 8:1-4).
En Romanos 7:14-24 el apóstol Pablo describe con gran detalle su lucha contra el pecado. Él observaba, consternado, que estaba haciendo las cosas que no deseaba hacer. Él deseaba hacer lo bueno pero se encontraba luego haciendo lo malo. Se percataba completamente del problema del pecado que había en él. Sus fuerzas eran insuficientes para vencer al mal que quedaba en él. En su corazón él deseaba seguir a Dios, pero aun así se veía cediendo ante las ansias pecaminosas de su cuerpo. En Romanos 7:24 el apóstol dice:
“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”
Desde el comienzo del capítulo 8 de Romanos Pablo les recuerda a sus lectores que la paga del pecado había sido ofrecida en su totalidad. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”, les dice Pablo a los creyentes en el versículo 1. Al decir esto en el contexto de su lucha contra el pecado, Pablo deja bien en claro que este asunto legal ha sido resuelto, y que estos pecados nunca le separarían de Dios. La petición de Pablo aquí no es ser aceptado por Dios, sino ser capaz de demostrarle su amor sirviéndole y viviendo en una victoria continua contra el pecado.
Es cierto que como creyentes estamos lejos de ser perfectos. No solo es posible que el creyente peque, sino que es muy probable que lo haga a menudo. El mismo Pablo luchó contra el pecado. Pero halló un gran consuelo en el hecho de que la paga de todos esos pecados ya había sido ofrecida gracias a la muerte de Cristo. Aunque los creyentes pequen, esos pecados no podrán separarlos del Señor.
Aunque nuestra justificación en Cristo está asegurada, nuestra comunión con el Señor puede quebrantarse debido a nuestras actitudes y conductas pecaminosas. El creyente puede experimentar cercanía pero también distancia en su relación con el Señor debido al pecado. Aunque el pecado puede despojarme de una relación estrecha con Dios no puede quitarme mi salvación. Ya no hay condenación para los creyentes porque Jesús pagó por todos sus pecados pasados, presentes y futuros.
Pablo también halló gran consuelo en su batalla contra el pecado sabiendo que Dios no solo había pagado el precio del castigo sino que también lo ayudaba en su victoria cotidiana contra el pecado. Él les dijo a los cristianos de Roma que existía una nueva ley que operaba en la vida del creyente:
“Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:2)
En este versículo Pablo habla de dos leyes. Ya hemos examinado la “ley del pecado y la muerte.” Esto se refiere claramente a la ley de Moisés en el Antiguo Testamento que nadie podía obedecer en su totalidad. Esta ley apuntaba a nuestra necesidad y nos condenaba como pecadores incapaces de seguir el estándar de Dios. Esta ley traía juicio y muerte.
La otra ley a la que Pablo hace referencia en Romanos 8:2 es la ley “del Espíritu de vida en Cristo Jesús”. Él les dice a los creyentes romanos que esta ley del Espíritu de vida lo había liberado de la ley del pecado y la muerte. Jeremías profetizó que vendría el día en el que Dios haría un nuevo pacto con su pueblo. Según Jeremías 31:33 uno de los cambios fundamentales que ocurrirían en este nuevo pacto era que Dios escribiría su ley en los corazones y mentes de su pueblo.
“Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo.”
La ley del antiguo pacto había sido escrita en tablas de piedra. Pero la ley del nuevo pacto sería escrita en los corazones y mentes del pueblo de Dios. Es decir, Dios transformará el carácter de aquellos que le pertenecen. Hablando a los creyentes de Corinto, Pablo dice en 2 Corintios 3:3:
“…siendo manifiesto que sois carta de Cristo expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón.”
Pablo se percató de que los creyentes de Corinto no estaban simplemente siguiendo una ley externa de forma fría. Ellos habían experimentado un verdadero cambio en su corazón. Los que vienen a Cristo reciben un nuevo corazón. Ese corazón no era como su antiguo corazón. Era un corazón lleno de sensibilidad y anhelo por las cosas de Dios. Era un corazón que podía escuchar la voz del Espíritu Santo y seguir su liderazgo.
La vieja naturaleza no deseaba las cosas de Dios ni era sensible ante él o su liderazgo. Pero cuando la obra de Cristo nos dio un corazón nuevo, todo eso cambió.
Pablo continúa diciéndonos en Romanos 8:6 que “el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz”. En este versículo Pablo nos dice dos cosas acerca de la nueva mente que ha sido dada a los creyentes.
La vieja mente pecaminosa no estaba interesada en las cosas de Dios ni comprendía las realidades espirituales. Pero la nueva mente controlada por el Espíritu es muy diferente. Está consciente de la existencia de Dios y de sus caminos. Es una mente sensible ante el liderazgo y dirección de Su Espíritu.
Percatémonos también de que la mente que está controlada por el Espíritu está en paz con Dios. Esta nueva mente no es como la antigua. En Génesis 6:5 se describe la mente vieja de esta manera:
“Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal.”
Los pensamientos de la mente antigua eran contrarios a Dios. Dios nos dice que los designios de los pensamientos de esta antigua mente y ese viejo corazón eran de continuo malos. La mente vieja y pecaminosa era hostil a Dios e incapaz de someterse a él.
“Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Ro. 8:7-8).
Pero el verdadero creyente tiene una mente controlada ya por el Espíritu Santo de Dios.
“Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él.” (Ro. 8:9)
¿Qué nos enseñan estos versículos? Nos muestran que el Señor les ha dado a los creyentes una nueva naturaleza (mente y corazón) que puede escucharle y es sensible a sus caminos. Él también ha puesto su Espíritu en cada creyente para protegerlo, guiarlo y llenarlo de poder para que pueda caminar conforme a lo que Dios exige.
En la vida del creyente tiene lugar ahora una intensa y cruenta batalla. La vieja naturaleza quiere aun satisfacer sus deseos, pero el creyente también posee una nueva naturaleza que anhela vivir para Dios y andar en sus caminos. Pablo exhorta a todos los creyentes a que hagan morir la naturaleza, actitudes y hábitos antiguos y a que obedezcan el liderazgo del Espíritu de Dios.
“…porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Ro. 8:13).
Veamos que en Romanos 8:17 dice que aunque el Espíritu nos guie y nos de poder, la vida no siempre será fácil. Seremos a veces llamados a compartir los sufrimientos de Cristo.
“Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.”
El vivir en el Espíritu a veces nos llevará a sufrir persecuciones y dificultades. Aquellos a quienes el Espíritu inviste de poder y que son guiados por él deben también estar dispuestos a sufrir persecución. El mundo no nos comprenderá, como tampoco comprenderá la dirección del Espíritu en nuestras vidas. Seremos un pueblo extraño en este mundo. Posiblemente nos rechazarán y se burlarán de nosotros. Algunos serán perseguidos o morirán por obedecer la dirección del Espíritu de Dios. Pero percatémonos de que aquellos que comparten los sufrimientos de Cristo también compartirán su gloria. Pronto llegará el día en el que esos creyentes escucharán la frase, “Bien, buen siervo y fiel.” Ellos entonces entrarán en el gozo de su gloria por siempre.
La vida en el Espíritu es una vida de victoria. En Romanos 8:23-38 el apóstol dice claramente que nada nos puede separar del amor de nuestro Padre. Nuestra victoria es segura. Nadie puede quitárnosla.
Los que pertenecen a Cristo son personas transformadas. Han recibido un nuevo corazón y mente para buscar de Cristo y sus caminos. El Espíritu Santo de Cristo viene a morar en ellos. El Espíritu de Dios los llena de poder, los guía y los enseña. El deseo del Espíritu Santo es guiarlos hacia los caminos de Cristo. Como Cristo nos ha dado un nuevo corazón y mente, podemos escuchar la voz de su Espíritu y seguir su liderazgo. Esto no quiere decir que siempre obedeceremos. Pero la victoria ahora es posible, pues nuestros pecados han sido perdonados, y hemos recibido un nuevo corazón y la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.
Bajo el antiguo pacto Dios le dio a su pueblo pecador un conjunto de leyes y regulaciones externas que debía seguir. Pero ellos fracasaron de forma lamentable. Bajo este nuevo pacto, Dios le ha dado a su pueblo un nuevo corazón con su ley escrita en él, y nos ha dado a su Espíritu Santo para que nos llene de poder y nos dirija a seguir sus caminos. Las leyes del pacto del Antiguo Testamento fueron diseñadas para apuntar hacia Cristo y hacia el nuevo camino del Espíritu. Ahora se llama al creyente a obedecer al liderazgo y dirección del Espíritu de Dios, como Aquel que nos guía a toda verdad y buena manera de vivir.
Capítulo 14 – Caminando en el Espíritu
“Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios. Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros.” (Gálatas 5:18-26)
Como creyentes hemos recibido una nueva naturaleza. Pero Pablo nos recuerda en Romanos 7 que la vieja naturaleza siempre está en guerra contra la nueva. Deseamos servir al Señor, pero nuestra carne es débil y a menudo tropezamos por su causa. Pablo retó a los creyentes de Galacia a caminar en el Espíritu para que pudiesen vencer la carne.
“Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis.” (Gálatas 5:16-17)
Si vamos a vivir una vida cristiana victoriosa debemos aprender a caminar en el Espíritu. La frase “caminar en el Espíritu” se refiere sencillamente a seguir el liderazgo y dirección del Espíritu de Dios. Para lograrlo debemos dejar de escuchar a nuestra vieja naturaleza. Pablo deja bien claro en el pasaje citado anteriormente que la vieja naturaleza tiene deseos que son muy diferentes a los deseos del Espíritu y de la nueva naturaleza que Dios ha puesto en nosotros. Los creyentes necesitan aprender a distinguir entre la dirección del Espíritu de Dios y los deseos de su vieja naturaleza. Pero el aprender a diferenciar la voz del Espíritu de la voz de nuestra vieja naturaleza solo es el primer paso. Necesitamos comprometernos a seguir la dirección y las enseñanzas del Espíritu de Dios.
Los que caminan en el Espíritu han entrenado sus mentes y voluntades para ser sensibles al liderazgo del Espíritu de Dios y a sus caminos. Ellos por decisión propia rechazan la voz de la vieja naturaleza. ¿Se da cuenta de que, como creyente, usted toma sus decisiones? En todo lo que hacemos, o escuchamos, la voz de nuestra malvada vieja naturaleza, o escuchamos al Espíritu. Pablo describe en Gálatas 5:19-21 lo que sucede cuando escuchamos la voz de la vieja naturaleza:
“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.”
No hay que esforzarse mucho para ver evidencias por doquier de los frutos que son el resultado de escuchar a nuestra vieja naturaleza. Las noticias que se trasmiten diariamente están repletas de evidencias relacionadas con personas que han escuchado a esta naturaleza pecaminosa. Pero lo más vergonzoso es que existe evidencia de que incluso los creyentes han escuchado a esa vieja naturaleza pecaminosa. La inmoralidad, el odio, las riñas y la amargura se producen cuando escuchamos a esa naturaleza pecaminosa y cedemos ante sus deseos.
Como creyentes hemos recibido una naturaleza nueva, pero la vieja naturaleza aún no ha sido completamente eliminada en nosotros. Incluso los cristianos pueden permitir que esa naturaleza pecaminosa les dicte la forma en la que deben responder ante una situación determinada. Los programas televisivos que vemos o los libros que leemos a menudo satisfacen el apetito de esa vieja naturaleza pecaminosa. Como creyentes debemos examinar nuestro estilo de vida. ¿Acaso hemos estado alimentando esa vieja naturaleza pecaminosa? Una cosa es segura, esa vieja naturaleza pecaminosa exigirá alimentación. Cuando la alimentamos y cedemos ante sus apetitos su influencia en nuestras vidas aumenta. Si deseamos vivir la vida que Dios nos ha llamado a vivir, debemos aprender a morir a los deseos y apetitos de la naturaleza pecaminosa. Pablo brinda claramente esta enseñanza en Gálatas 5:24:
“Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.”
La única manera en la que el creyente puede enfrentar esos deseos pecaminosos pertenecientes a esa naturaleza malvada es crucificándolos. Es decir, debemos optar por hacer que esa naturaleza pecaminosa muera de hambre. Debemos decidirnos a no escucharla. Cuando ésta nos incite debemos tapar nuestros oídos y alejarnos. Aunque esta naturaleza pecaminosa esté viva, debemos considerarla muerta para nosotros. Debemos vivir negándonos a prestarle atención. Debemos dejarla morir de hambre, ignorarla, rechazarla y rehusarnos a escucharla.
Como creyentes no debemos ceder ante los deseos de la naturaleza pecaminosa. En lugar de ello debemos seguir la dirección del Espíritu de Dios.
Los caminos del Espíritu son completamente diferentes de los caminos de la carne. En Gálatas 5:22-23 Pablo describe lo que sucede cuando seguimos la dirección del Espíritu de Dios y le permitimos que haga su obra en nosotros.
“Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley”
Para caminar en el Espíritu debemos primero someternos a la dirección y la obra del Espíritu de Cristo que mora en nosotros. Cuando nos sometemos al Espíritu de Dios suceden varias cosas.
En primer lugar, el Espíritu de Dios hace que tengamos el carácter de Jesucristo. Cuando nos rendimos ante la obra y la dirección del Espíritu de Dios vemos mayores y más abundantes manifestaciones de los frutos del Espíritu descritos en Gálatas 5:22-23. Seremos cada vez más parecidos a Jesús en todo lo que hacemos. Si nos sometemos al Espíritu y le permitimos que nos renueve, cual manantial interior, él lentamente inundará nuestras almas del carácter de Cristo.
En segundo lugar el Espíritu de Dios nos guiará hacia la verdad. Jesús dice claramente en Juan 16:13 que éste sería uno de los ministerios fundamentales del Espíritu Santo en la vida del creyente:
“Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir.”
Caminar en el Espíritu no nos exime de la responsabilidad de estudiar la Biblia. De hecho queda más que claro en 2 Pedro 1:21 que el Espíritu de Dios es el autor de las Escrituras:
“…porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo.”
Cuando nos sometemos al ministerio del Espíritu Santo, éste nos conducirá a comprender las Escrituras con mayor profundidad, pues éstas nos muestran el corazón de Dios y sus propósitos para este mundo. Como la Biblia está inspirada por el Espíritu, si deseamos caminar en el Espíritu, debemos convertirnos en estudiantes de la Palabra de Dios.
El Espíritu lleva a cabo un tercer ministerio en la vida del creyente. Él despierta en nosotros un deseo por las cosas de Dios. El apóstol Pablo, en su epístola a los filipenses dice:
“Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad.” (Fil. 2:12-13).
Veamos que aquí Pablo les dice a los filipenses que Dios producía en ellos tanto “el querer como el hacer.” Este argumento es crucial. Dios, a través de su Espíritu Santo, le da a su pueblo el “deseo” de actuar en conformidad con el corazón de Dios. Me ha sucedido que muchísimas veces no he querido seguir los caminos del Señor. A veces la influencia de la vieja naturaleza es tan fuerte que resulta difícil hacer la voluntad de Dios. Pero cuando nos sometemos a la obra del Espíritu de Dios y le buscamos, él producirá en nosotros el deseo de hacer lo correcto. Él quitará ese anhelo por las cosas de este mundo. Él nos ayudará a desear más plenamente las cosas de Dios.
En cuarto lugar, el Espíritu de Dios nos guía hacia la voluntad y el propósito de Dios. Si echamos un vistazo al libro de Hechos veremos claramente cómo el Espíritu de Dios guiaba a los ancianos y diáconos de la iglesia. En Hechos 8:29 el Espíritu guió a Felipe al desierto a hablarle al etíope. Hechos 13:2 nos narra cómo el Espíritu dirigió a la iglesia de Antioquia a que apartara a Pablo y a Bernabé para la obra ministerial. Pablo fue dirigido por el Espíritu en Hechos 20:22 para ir a Jerusalén. El Espíritu de Dios nos mostrará el ministerio que Dios tiene para nosotros. Jesús les dijo a sus discípulos que no debían preocuparse por lo que debían decir o hacer cuando fuesen arrestados por predicar y enseñar su nombre, porque el Espíritu de Dios les daría las palabras que debían hablar:
“Mas cuando os entreguen, no os preocupéis por cómo o qué hablaréis; porque en aquella hora os será dado lo que habéis de hablar. Porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros.” (Mt. 10:19-20)
El Espíritu de Dios será nuestro guía y nuestro consejero. Él nos mostrará la voluntad del Padre y nos dará sabiduría y entendimiento para hacer y hablar lo correcto.
Por último, el Espíritu de Dios nos llenará de poder para ministrar en el nombre de Cristo y hacer lo que su corazón desea que hagamos. Esto se enseña claramente en Hechos 1:8:
“…pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.”
Cuando el Espíritu de Dios vino sobre los creyentes en el libro de Hechos, las cosas cambiaron radicalmente para ellos. Fueron llenos de poder para trabajar en los ministerios. Experimentaron un nuevo denuedo que nunca habían poseído. Muchas vidas fueron tocadas y la iglesia creció. Esto ocurrió como consecuencia directa del ministerio capacitador del Espíritu Santo en sus vidas.
Estamos hablando del nuevo camino del Espíritu. Si deseamos caminar en el Espíritu debemos reconocer su liderazgo. El Espíritu Santo no llega para apoderarse de nuestra personalidad y voluntad. Él espera que cooperemos con él. Es por eso que las Escrituras nos exhortan vehementemente a morir a la carne y a dejarnos guiar por el Espíritu. Cada creyente debe hacer un esfuerzo personal para someterse y morir a la vieja naturaleza. El Espíritu Santo también nos da la opción de desobedecer. Él no nos quita nuestra libertad ni nuestra voluntad. Él dirige y guía pero nosotros debemos escoger someternos a su voluntad. Es posible resistirse al Espíritu y contristarlo cuando desobedecemos y dudamos en seguir su dirección. Caminar en el Espíritu significa tomar una decisión consciente de obedecer su dirección, y disciplinarnos para hacer lo que él dice.
Capítulo 15 – Los Requisitos del Espíritu
“Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. Al que te pida, dale; y al que quiera tomar de ti prestado, no se lo rehúses. Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:38-45).
Algunos podrían pensar que vivir la vida cristiana es más fácil ahora que ya no estamos bajo la ley. Pero no es así. En realidad Dios espera más de nosotros ahora. Lucas 12:48 nos brinda un importante versículo:
“Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá.”
Jesús nos dice en estos versículos que a aquellos que han recibido mucho también se les exigirá mucho. Lo esencial del asunto es que hemos recibido perdón por nuestros pecados, una nueva naturaleza y la presencia del Espíritu Santo morando en nuestras vidas. Si Dios esperaba que los creyentes del Antiguo Testamento obedecieran, sin poseer estos dones maravillosos, ¿cuánto más no esperará de nosotros? Una rápida comparación entre la ley de Moisés y el Sermón del Monte nos revela detalles muy importantes acerca de las expectativas de Dios para nosotros hoy en día.
En Mateo 5:21 leemos que, bajo la ley de Moisés, Dios le ordenó a su pueblo no cometer asesinato. Esta ley en sí no era difícil de cumplir. La mayoría de nosotros nunca ha cometido este pecado tan horrible. Pero en el Nuevo Testamento Jesús enseñó que sentir ira por alguien hasta el punto de desearle la muerte era cometer asesinato en el corazón.
En Mateo 5:27-28 leemos que el Antiguo Testamento restringía las relaciones sexuales a las parejas casadas. El esposo debía ser fiel a su esposa y viceversa. Pero Jesús enseñó que existe un tipo de adulterio que tiene lugar en el corazón sin que medie contacto físico alguno. El hecho de desear, aunque sea por un momento, a alguien que no es nuestro cónyuge, es cometer adulterio en nuestro corazón. Puede que nunca tengamos una relación sexual fuera de nuestro matrimonio, pero aun así podemos ser culpables de adulterio. Por ello estamos bajo la obligación delante de Dios de ser cuidadosos con lo que pensamos, miramos en televisión o leemos.
La ley de Moisés permitía el divorcio cuando un hombre descubría algo “indecente” en su esposa (Dt. 24:1). Pero en la mente de un hombre judío el significado de la palabra “indecente” nunca quedó claro. Como resultado de ello, los hombres se divorciaban de sus esposas por causa del más mínimo desacuerdo. Pero Jesús enseñó que el divorcio no estaba permitido salvo en el caso de adulterio (Mt. 5:31-32).
La ley del Antiguo Testamento enseñaba que cuando alguien hacía un juramento debía ser fiel a su palabra. Jesús enseñó, sin embargo, que debíamos ser fieles con o sin la presencia de un juramento (Mt. 5: 33-37).
La ley de Moisés enseñaba el principio de “ojo por ojo”. Los que robaban debían devolver lo robado. Si una persona hería a otra haciendo que ésta perdiera el ojo, se le debía también sacar el ojo, para que pagase por lo que había hecho. El infractor recibía como castigo lo mismo que él había hecho. Pero Jesús enseñó algo diferente. Él les enseñó a sus discípulos que volviesen la otra mejilla. El creyente no debía exigir el pago que se le debía, sino que debía aceptar la pérdida de su propiedad (Mt. 5:38-42).
Bajo el pacto antiguo los creyentes debían amar a su prójimo. Pero según Jesús, esto ya no era suficiente. Debían también amar a sus enemigos (Mt. 5:43-44).
Si los creyentes del Antiguo Testamento no podían guardar la ley de Moisés, ¿cómo puede Dios esperar que nosotros podamos mantener ese estándar más nuevo y más elevado? Existen varios principios importantes que debemos comprender aquí.
En primer lugar, a pesar de que el estándar que Dios nos ha establecido hoy es mucho más elevado que el del Antiguo Testamento, nuestro cumplimiento de esos requisitos no determinará si somos aceptables o no delante de Él. En otras palabras, Dios nos acepta cumplamos o no ese estándar. Nuestra salvación no depende de nuestro desempeño. Cristo resolvió ese asunto de una vez y por todas. Dios no nos amará menos por no cumplir con ese estándar. Tampoco nos amará más si lo cumplimos. Su amor por nosotros es incondicional.
En segundo lugar, aunque el cumplimiento de ese estándar no determinará si somos aceptables delante de Dios, ese estándar sí determina nuestra comunión con Dios y nuestro impacto en este mundo. Por ejemplo, nuestra comunión con Dios se vería entorpecida debido a la existencia de pensamientos impuros y concupiscentes. Podemos contristar al Espíritu Santo por causa de nuestra ira o amargura contra nuestros hermanos. Nuestro ministerio se vería seriamente afectado si la gente no pudiese confiar en nosotros por no cumplir con nuestra palabra. Si deseamos mantener una estrecha relación con Dios y ser eficaces para él necesitamos caminar conforme a los estándares que él ha establecido en su Palabra.
En tercer lugar, Pablo nos dice en 2 Corintios 5:10 que todos tendremos que rendir cuentas ante Dios por nuestras acciones:
“Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”
Es cierto que ninguno de nosotros podrá cumplir estos estándares de forma perfecta, pero Dios nos llama a esforzarnos en ese sentido. Él juzgará nuestras acciones y nos recompensará según nuestra fidelidad a su dirección en estos asuntos.
Por último, recordemos que el corazón del verdadero creyente busca de Dios y sus caminos. El Espíritu de Dios que vive en nosotros nos permite hacer lo que Dios exige. Si morimos a nuestra vieja naturaleza pecaminosa y nos sometemos al ministerio del Espíritu Santo, nos percataremos de que estamos viviendo más y más como Dios exige. Los requisitos del Espíritu son mayores ahora que los del Antiguo Testamento, pero hemos recibido todas las herramientas necesarias para vivir como Dios nos pide. Si nos asociamos al Espíritu de Dios, creceremos en madurez y fe. Nuestro impacto en el mundo aumentará. A medida que obedecemos más y más, nuestra comunión con Dios también se hace más estrecha.
Capítulo 16 – Enfrentando las Diferencias
“Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones. Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres. El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido.” (Ro. 14:1-3)
La ley de Moisés les decía a los creyentes cómo y cuándo debían adorar, dónde podían vivir, cuándo debían trabajar, qué amigos podían tener, lo que podían comer y qué material debían usar para confeccionar sus ropas. Con la llegada del Señor Jesús muchas de estas cosas cambiaron. Los primeros creyentes diferían en sus prácticas. Algunos creyentes continuaron comiendo solo ciertos alimentos, mientras que otros se sentían en la libertad de comer lo que quisieran (Romanos 14:2). Algunos creyentes se sentían obligados a observar algunos días como días sagrados, mientras que otros creían que todos los días eran iguales (Romanos 14:5). Según el apóstol Pablo, aunque estos creyentes diferían en sus costumbres, continuaban observando sus prácticas para el Señor y lo honraban al hacerlo.
“El que hace caso del día, lo hace para el Señor; y el que no hace caso del día, para el Señor no lo hace. El que come, para el Señor come, porque da gracias a Dios; y el que no come, para el Señor no come, y da gracias a Dios” (Romanos 14:6).
Pablo nos brinda un ejemplo de esto en Romanos 14.
Algunos creyentes de la época de Pablo creían que debían abstenerse de comer la carne sacrificada a los ídolos. El apóstol Pablo les dijo a los creyentes en Roma que bajo el nuevo pacto ellos eran libres de comer lo que desearan si su conciencia les daba la libertad de hacerlo.
“Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es” (Romanos 14:14).
Lo que es aceptable para un creyente puede no serlo para otro. Tal vez esto suene parecido a la filosofía de nuestra época que dice que no existe la verdad absoluta, y que podemos hacer lo que deseemos, siempre y cuando no hagamos daño a nadie, pero este no es el caso. La palabra de Dios, dada a nosotros bajo la inspiración del Espíritu, define muy claramente lo que es aceptable y lo que es impío. Se hace un llamado a todos los creyentes a vivir según ese estándar. Una vez dicho esto, debemos percatarnos sin embargo de dos verdades importantes.
En primer lugar, el Espíritu de Dios no siempre nos guiará a todos por el mismo camino. Es muy posible que un creyente, por un motivo u otro, sienta que el Espíritu de Dios le guía a abstenerse de ciertos alimentos para poder cumplir mejor con el llamado específico que Dios ha hecho a su vida. Es posible que el Espíritu de Dios llame a una persona a vivir una vida de pobreza y a otra a vivir una vida con mejores condiciones. Algunos pueden ser llamados a servir en un país extranjero mientras que otros serán llamados a quedarse en su país. El Espíritu de Dios nos guía en direcciones diferentes para la gloria del Señor
Recuerdo haber ido a una iglesia hace algunos años en la que ambos pastores habían sido llamados a hacer evangelismo personal. Todas las predicaciones que oíamos tenían que ver con la salvación y con alcanzar a los perdidos. Esa era la carga que Dios había puesto en los corazones y vidas de estos hombres. Ellos exhortaban a cada creyente a tocar a las puertas de sus vecinos para compartir el evangelio. Era fácil sentirse culpable por no estar haciéndolo. Pero ése no era el llamado específico que Dios me había dado a mí. La carga que Dios había puesto en mí era edificar a los creyentes. El Espíritu de Dios me estaba guiando de forma bastante diferente de como guiaba a aquellos pastores de la iglesia. Vemos el mundo a través del lente de nuestros dones y llamados. En otras palabras, si usted ha sido llamado a ser un evangelista le será difícil comprender por qué su hermano no comparte su misma pasión. El Espíritu de Dios tiene un propósito para cada uno de nosotros y nos guiará en direcciones diferentes.
No solamente la dirección del Espíritu en nuestras vidas será diferente de las de nuestros hermanos o hermanas, sino que nuestra respuesta personal a Dios también será distinta. En la época de Pablo los creyentes diferían sobre la forma de expresar la fe. Hemos visto cómo algunos creyentes solo comían ciertos tipos de alimentos. Esto puede o no haber sido el resultado de la dirección del Espíritu. Puede haber sido sencillamente una respuesta sincera y amorosa del corazón de esos creyentes hacia Dios. Ellos tal vez habían elegido no comer ciertos alimentos como expresión de su devoción hacia el Señor. Otros creyentes escogían observar ciertas festividades como sagradas debido a su amor por Dios. Pero es posible que para sus hermanos y hermanas, el abstenerse de estos alimentos y el observar estas determinadas festividades sagradas no tuviese significado. Todos tenemos diferentes personalidades y preferencias. El estilo de adoración que le agrada a una persona no tiene por qué agradarle a otra. Dios no nos despoja de nuestras personalidades. La realidad es que él nos exhorta a nutrir la personalidad que él nos ha dado a través de nuestra adoración y servicio. Esto significa que la manera de adorar y servir a Dios es distinta en cada persona.
En el transcurso de los años estas diferencias han sido la causa de tensión y división entre cristianos que comparten una misma fe. ¿Cómo podemos lidiar con las diversas formas en las que Dios guía a sus hijos? ¿Cuál debe ser nuestra reacción ante las diferentes expresiones de fe verdadera que vemos alrededor de nosotros? En Romanos 14 Pablo nos ofrece algunos principios muy importantes que debemos seguir.
En primer lugar debemos reconocer que esas diferencias son parte normal de la vida comunitaria. Debemos saber que siempre existirá diferencia de opiniones.
“Porque uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres.” (Romanos 14:2)
“Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente.” (Romanos 14:5)
Debemos saber que existirán diferencias entre los creyentes. Esto es saludable. Dios nos guía hacia diferentes áreas de servicio. Expresamos nuestra fe a través de diferentes personalidades.
En segundo lugar, se nos ordena no menospreciar a nadie que sea diferente de nosotros.
“El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come; porque Dios le ha recibido.” (Romanos 14:3)
No debemos condenar o rechazar a una persona por no sentir la dirección del Espíritu de la misma forma que nosotros, o porque ésta se siente impulsada a expresar su fe de manera diferente. Debemos aceptar en humildad a nuestros hermanos y hermanas cuyas prácticas son diferentes de las nuestras. Percatémonos de que en Romanos 14:3 dice que no debemos menospreciar a estos individuos porque Dios los ha aceptado. Dios ve que sus acciones son sinceras. Si rechazamos a nuestro hermano o hermana estaremos rechazando a alguien cuyos actos de adoración y servicio Dios ha aceptado.
Las iglesias de nuestros tiempos no siempre han sido eficaces a la hora de aceptar las diferencias. Ha habido casos en los que algunas doctrinas de menor importancia han causado división entre las denominaciones. Hay creyentes que se niegan a congregarse con otros simplemente porque no coinciden con sus estilos de vida o sus prácticas. Como cristianos debemos aceptar las diferencias que existen entre los verdaderos creyentes, y optar por respetar esas diferencias.
Si amamos a nuestros hermanos y hermanas y respetamos sus derechos de expresar su fe de forma distinta a la nuestra, esto se evidenciará a través de nuestras acciones. Veamos lo que Pablo les dijo a los creyentes en Romanos 14:13:
“Así que, ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo u ocasión de caer al hermano.”
Aquí Pablo les dice a los creyentes romanos que si realmente respetan los derechos de sus hermanos y hermanas de ser diferentes, entonces esto sería evidente de dos formas distintas. En primer lugar dejarían de juzgarlos, y en segundo lugar, no les pondrían tropiezos.
Si yo soy capaz de respetar el derecho que tiene otro creyente de ser diferente a mí, entonces no estaré siempre juzgando sus acciones. Cuando nos damos cuenta de que siempre estamos criticando a nuestros hermanos porque practican su fe de forma distinta a la nuestra, entonces sabremos que estamos erigiéndonos en jueces. En ese momento debemos pedir a Dios que nos perdone y nos de la gracia suficiente para aceptar los derechos de nuestros hermanos en Cristo.
No solamente debemos lidiar con nuestro espíritu sentencioso, sino que debemos estar también dispuestos a cambiar nuestras propias prácticas cuando estamos alrededor de hermanos cuyas prácticas son diferentes. Si yo sé que mi hermano no come algún alimento en particular, sería incorrecto de mi parte servirle ese alimento o comerlo yo en su presencia. De hacerlo estaría ofendiendo a mi hermano. Si realmente respetamos la opinión de nuestros hermanos, haremos todo lo posible por aceptarlo como es sin sentir el impulso de cambiarlo a él o a sus costumbres, a través de nuestras acciones o palabras.
No basta con aceptar las diferencias de opinión. A veces el verdadero creyente será llamado a sacrificar su propia libertad por su hermano o hermana. Pablo exhorta a Timoteo a que se circuncide por causa de los judíos (Hechos 16:1-3). Él se había percatado de que la incircuncisión de Timoteo era un obstáculo para que los judíos escucharan lo que tenía que decirles. Pablo sabía que Timoteo no necesitaba circuncidarse para ser acepto delante de Dios. Es posible que Timoteo no sintiese ningún llamado específico por parte de Dios a circuncidarse. La decisión de hacer que Timoteo se circuncidase respondía al deseo de no causar un problema para los judíos que ellos estaban tratando de ganar para el Señor. Timoteo sacrificó su derecho para poder alcanzar a los judíos.
A lo largo de su ministerio Pablo eligió sacrificar sus libertades personales para poder ganar mejor a los que estaban perdidos en el pecado. Él les dice a los corintios en 1 Corintios 9:19-23:
“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del evangelio, para hacerme copartícipe de él”
En Hechos 21 Pablo pagó los gastos de cuatro hombres que debían pasar por una ceremonia judía de purificación. Él lo hizo para que hubiese paz. Su reputación entre los judíos era tan negativa que ya éstos no deseaban escucharle. Lo veían como un enemigo de su fe judía. Pero Pablo estuvo dispuesto a sacrificar su libertad para poder proclamar el evangelio entre los judíos.
El Espíritu de Dios nos guía de distintas maneras. Tenemos personalidades diferentes y puntos de vista distintos como cristianos. Pero las Escrituras nos exhortan a aceptar esas diferencias y a hacer todo lo posible para vivir en paz con nuestros hermanos y hermanas.
Capítulo 17 – Haz con los Demás…
“Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas.” (Mt. 7:12)
“Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó por tentarle, diciendo: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” (Mt. 22:35-40)
¿Cómo resumiría usted el camino del Espíritu? En una ocasión los fariseos se acercaron a Jesús para probarle a través de una pregunta muy parecida. Esa pregunta se halla en Mateo 22:36: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” Jesús les respondió que debían amar al Señor su Dios con todo su corazón, alma y mente y amar a sus prójimos como a ellos mismos.
En otra ocasión Jesús dijo algo muy parecido. En Mateo 7:12 él dijo que la ley y los profetas podían resumirse por este mandamiento: “Todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos”.
En el capítulo pasado vimos cómo Pablo exhortó a los creyentes a respetar las diferencias que existían entre ellos. Él los animó a estar dispuestos a sacrificar su libertad personal para ayudar a los demás. Jesús nos dice aquí que la senda del Espíritu se caracteriza por una voluntad de dar preferencia a los demás y de tratarlos como quisiéramos ser tratados.
Pensemos en esto por un momento. ¿Cuántas dificultades y problemas podrían evitarse si practicásemos lo que Jesús nos enseña aquí? Una de las causas fundamentales por las cuales las relaciones hoy en día son tan tensas es precisamente nuestra excesiva preocupación por nosotros mismos y nuestra insuficiente preocupación por los demás. Alguien dijo una vez que el egoísmo constituye la fuente de muchos pecados. En otras palabras, uno de los mayores problemas del pecado es que nos hace centrarnos en nosotros mismos y no en los demás.
¿Por qué el pecado es tan atractivo? ¿No es acaso porque satisface nuestros deseos y concupiscencias personales? El pecado nos ofrece lo que nuestro corazón desea, sin tener que pensar en cómo nuestra actitud afectará a los demás. El pecado nos susurra: “¿Deseas las posesiones de tu vecino? Pues ve y tómalas. No te preocupes por el sufrimiento que le causarás. ¿Deseas a la esposa de tu prójimo? No te preocupes por su esposo. ¿Deseas quedar bien delante de los demás? Sencillamente ve y dile a la gente que eres mejor de lo que realmente eres. ¿Tu vecino te hace la vida imposible? Pues hazle la vida imposible también”. El pecado es indiferente ante los demás, solo se preocupa por sí mismo.
Pero el camino nuevo del Espíritu es diferente. El Espíritu de Cristo en nosotros y el corazón nuevo que Él nos ha dado hacen que pensemos en los demás y que tomemos en cuenta sus necesidades. Los que siguen el nuevo camino del Espíritu están dispuestos a sacrificar su comodidad y libertad por sus hermanos y hermanas. El nuevo camino del Espíritu es una senda de amor, respeto y compasión. El Espíritu de Dios elimina en nosotros esa tendencia a centrarnos en nosotros mismos, y nos impulsa a satisfacer las necesidades de nuestro prójimo.
El nuevo camino del Espíritu es un camino ajeno al egoísmo. El nuevo corazón que Dios nos ha dado es un corazón sensible a las necesidades de los demás. Es un corazón dispuesto a darse a sí mismo en amor sacrificial por los demás. El mejor ejemplo de esto es el Señor Jesucristo, quien dio su vida por nosotros, siendo nosotros sus enemigos. Los que siguen la nueva senda del Espíritu siguen el ejemplo de Cristo, sintiendo un amor sacrificial tanto por prójimos como por enemigos.
Capítula 18 – Misericordia
“Pero él les dijo: ¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y los que con él estaban tuvieron hambre; ¿cómo entró en la casa de Dios, y comió los panes de la proposición, que no les era lícito comer ni a él ni a los que con él estaban, sino solamente a los sacerdotes? ¿O no habéis leído en la ley, cómo en el día de reposo los sacerdotes en el templo profanan el día de reposo, y son sin culpa? Pues os digo que uno mayor que el templo está aquí. Y si supieseis qué significa: Misericordia quiero, y no sacrificio, no condenaríais a los inocentes;” (Mt. 12:3-7)
En una ocasión, siendo día de reposo, Jesús caminaba con sus discípulos a través de un campo de grano. Como estaban hambrientos los discípulos recogieron algo de grano y comenzaron a comer. Esto se ajustaba perfectamente a lo prescrito por la ley del Antiguo Testamento, que permitía que una persona recogiera grano del campo de su vecino con sus manos.
“Cuando entres en la mies de tu prójimo, podrás arrancar espigas con tu mano; mas no aplicarás hoz a la mies de tu prójimo.” (Dt. 23:25)
Pero los fariseos que estaban cerca de allí se percataron de que estaban recogiendo grano en el día de reposo. Éstos, siempre al acecho de una oportunidad de condenar a Jesús, le señalaron esto, diciéndole que los discípulos estaban infringiendo la ley de Moisés al recoger grano en el día de reposo.
“Seis días trabajarás, mas en el séptimo día descansarás; aun en la arada y en la siega, descansarás.” (Ex. 34:21)
Jesús les respondió diciéndoles a los fariseos que David y sus hombres entraron en la casa del Señor y comieron del pan reservado para los sacerdotes (1 S. 21:1-6). Aunque lo que David y sus hombres hicieron iba en contra de la ley de Moisés estrictamente hablando (ver Lev. 24:5-9), Dios no se airó contra ellos por sus acciones, porque según Jesús, existía en esa época una ley aun mayor, que era la ley de la misericordia.
Los hombres de David necesitaban comida. El sacerdote tenía dos opciones. O permitía que los hombres de David sufrieran, guardando él así la ley, o mostraba misericordia y proveía alimentos a los necesitados. El sacerdote optó por mostrar misericordia y no aplicar la ley. Jesús les dijo a los fariseos que su decisión agradó a Dios, porque Él desea más la misericordia que el sacrificio.
Tras este debate con los fariseos, Jesús entró al templo. Había un hombre allí con una mano seca. Deseando probar a Jesús, los fariseos le preguntaron si era lícito sanar el día de reposo. Jesús, quien conocía sus corazones, les hizo una pregunta:
“¿Qué hombre habrá de vosotros, que tenga una oveja, y si ésta cayere en un hoyo en día de reposo, no le eche mano, y la levante?” (Mt. 12:11)
Para los judíos no era un problema sacar a una oveja de un pozo en el día de reposo. Tal vez era por causa de su compasión hacia el animal o por causa del dinero que la oveja representaba, pero lo cierto es que un animal podía ser sacado de un pozo incluso en el día de reposo. Jesús entonces les preguntó si una vida humana no era más importante que un animal. Si era apropiado mostrar compasión por un animal en el día de reposo, ¿no era también apropiado mostrarle esa misma compasión a un ser humano que sufría en el día de reposo? La misericordia era más importante que la fría observancia de la ley.
Mateo 23:23 nos muestra cómo los judíos estaban dispuestos a todo por obedecer la ley de Moisés.
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello.”
Los fariseos eran tan estrictos con respecto a la ley de Moisés que hasta diezmaban las especias. Pero aunque eran tan exquisitos para estos detalles, según Jesús estaban descuidando algo aún más importante. Fracasaban estrepitosamente al no mostrar ni justicia, ni misericordia ni fidelidad. Aunque sus sacrificios en sí no eran incorrectos, Jesús sabía que los fariseos eran gente legalista y severa, que en su esfuerzo por observar la ley, mostraba poca preocupación por los demás. Jesús los condenó por su actitud despiadada.
Otro ejemplo sorprendente de este principio de la misericordia es el que se halla en el relato de la mujer sorprendida en el acto de adulterio (Jn. 8). Los fariseos llevaron a esa mujer al templo y la colocaron delante de Jesús. La ley de Moisés condenaba a los adúlteros a la muerte por apedreamiento. Jesús entonces dijo que el que estuviese libre de pecado tirase la primera piedra. Jesús sabía que nadie podía cumplir con ese estándar. Él escogió la misericordia y la perdonó.
Hace algún tiempo un amigo me contó una anécdota sobre una situación que le ocurrió en su iglesia. Sucedió que en medio del culto de adoración, un hombre que estaba sentado en la parte de atrás del templo comenzó a sentirse muy mal. Una de las señoras que allí estaban, creyendo que se trataba de un infarto, se acercó a mi amigo para preguntarle qué debía hacerse. Ante la gravedad de la situación, se decidió llamar una ambulancia, y mi amigo se acercó al líder de adoración para preguntarle si podía interrumpir el culto un momento para orar por la persona enferma. El líder de adoración examinó el programa del culto, pensó un momento, y dijo: “Es probable que podamos incluir la oración en el tiempo dedicado a las ofrendas”. Para él era sencillamente imposible interrumpir el orden establecido en el programa. El hecho de que un hombre se estuviese muriendo en la parte de atrás de la iglesia no bastaba para detener el culto de adoración y permitirle al pueblo de Dios orar pidiendo protección para este hombre. Esta era la actitud de los fariseos también.
Imagínese que un amigo suyo ha sido gravemente herido. Sabiendo que morirá si un médico no lo ve rápido, usted lo coloca en su carro y sale manejando hacia el hospital. Mientras va manejando, usted mira y ve delante de usted un letrero que establece el límite de velocidad en esa zona. Usted sabe que si conduce a la velocidad que indica el letrero su amigo no llegará al hospital a tiempo. ¿Qué haría usted? Usted tiene dos opciones. Puede ser como los fariseos y dejar morir a su amigo en el asiento de atrás de su carro, consolándose con el hecho de haber obedecido la ley. La otra opción es mostrar misericordia, y por el respeto que siente por su amigo y por su vida, violar las reglas, conducir más rápido y salvarle la vida. Jesús nos dice que el camino del Espíritu es un camino de misericordia.
Tal vez usted haya hecho grandes sacrificios por el Señor y su obra, pero debe reflexionar acerca de si su sacrificio ha sido una bendición o una maldición para los demás. Un sacrificio sin misericordia no es agradable delante de Dios. Si destruimos a nuestros hermanos, hijos, esposo o esposa por causa de nuestros sacrificios no estamos sirviendo a Dios. El corazón de Dios es misericordioso, y los que caminan por la senda del Espíritu serán también misericordiosos.
Capítulo 19 – La Actitud de Nuestro Corazón
“Entonces habló Jesús a la gente y a sus discípulos, diciendo: En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos. Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen. Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí” (Mt. 23:1-7)
La actitud de nuestro corazón es muy importante. Imagínese que usted, como esposo, llega un día a casa, en la noche de su aniversario de bodas, con un regalo para su esposa. Al darle el regalo, usted le dice, “Realmente no me agrada tener que molestarme buscando algo que regalarte todos los años, pero te compré esto para que estés feliz.” Después de decir eso, le arroja el regalo en la mesa y se va. ¿Cuál cree usted que será la reacción de su esposa? ¿No sentirá deseos de arrojarle a usted el regalo y de decirle que, con esa actitud suya, ella no desea ningún obsequio?
¿Ha saludado usted alguna vez a alguien y ha tenido la impresión de que esa persona no desea devolver el saludo, y que solo lo hace por obligación, para llenar las formas? ¿Cómo se ha sentido usted? ¿Se sintió honrado con la actitud de esa persona? En lo personal, a veces yo he dejado de adquirir un producto que deseaba comprar sencillamente por no haberme sentido honrado como cliente con la actitud del vendedor.
Este mismo principio se aplica en nuestra relación con Dios. Los fariseos guardaban la ley de Moisés cuidadosamente pero su actitud dejaba mucho que desear. En el pasaje citado anteriormente, vemos que ellos guardaban la ley deseando tener un gran prestigio entre la gente. Querían que los demás los vieran como personas espirituales. Querían que todos los admiraran.
En Mateo 23 Jesús acusó extensamente a los fariseos debido a su actitud inadecuada hacia Dios y hacia la ley. A los fariseos les encantaba que los demás pensaran que ellos eran muy religiosos. Querían estar en lugares de honor en las sinagogas. Nada les complacía tanto como destacarse entre la gente por su dedicación a la ley del Antiguo Testamento. Buscaban su propia gloria más que la gloria del Señor. Para ellos la ley era un medio para ascender. Y por causa de su actitud arrogante, Dios no aceptaba su obediencia.
Jesús comparó a los fariseos con un vaso que estaba limpio en la parte exterior, pero muy sucio por dentro. ¿Se sentiría usted honrado si su amigo le ofreciese una bebida en un vaso así? Jesús comparó a los fariseos con sepulcros blanqueados. Por fuera se veían hermosos, limpios y blancos, pero por dentro estaban llenos de podredumbre e inmundicia. Su única preocupación cuando servían a Dios era recibir gloria personal. Dios no aceptaba su adoración debido a la actitud de sus corazones.
Cuando Samuel estaba buscando un nuevo rey para Israel, se percató de que estaba teniendo en cuenta el atractivo y la fuerza física de los hombres que estaban pasando delante de él. Pero Dios le dijo algo muy importante ese día. En 1 Samuel 16:7 dice:
“Y Jehová respondió a Samuel: No mires a su parecer, ni a lo grande de su estatura, porque yo lo desecho; porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón.”
A Dios le interesa más la actitud de nuestro corazón que lo que hacemos exteriormente. Imagínese que su hijo pequeño llega de la escuela a la casa con un dibujo que ha hecho para usted. Usted mira el dibujo y no le halla ningún sentido. Parece más bien garabatos hechos en el papel. Desde el punto de vista artístico, ese dibujo no tiene valor. Pero lo que sí tiene valor es la actitud del corazón de su niño cuando le entrega ese dibujo. Usted ve el amor que hay en su corazón, así que usted toma ese dibujo, que para los demás no tendría valor, y lo cuelga en la pared, para que todos lo vean. El valor del dibujo no radica en el arte, sino en la actitud con la que fue dado. Así sucede también con Dios. Todos los esfuerzos que hacemos por su reino son imperfectos y defectuosos. Pero Dios mira el amor que hay en nuestro corazón al hacer estas cosas, y se siente complacido.
En una ocasión el Señor le habló al profeta Isaías. Le dijo cuán acongojado estaba su corazón por causa de la actitud de su pueblo, el cual lo honraba con sus labios, pero sus corazones estaban lejos de él. Veamos lo que le dijo al profeta en Isaías 29:13:
“Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado.”
En 1 Timoteo 6:3-5 Pablo le advierte a Timoteo acerca de los maestros que enseñaban deseando solamente ganancias económicas. Aunque Pablo explica en varios pasajes que el obrero cristiano debe recibir un pago por sus servicios, deja en claro también que si el dinero se convierte en la motivación para servir, entonces nuestros motivos no son correctos y no le damos a Dios la honra que él merece.
Todo servicio que se hace para el Señor debe hacerse de corazón. Veamos lo que Pablo les dijo a los corintios acerca de cómo debían dar al Señor:
“Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, ni por necesidad, porque Dios ama al dador alegre.” (2 Corintios 9:7).
Pablo dejó bien claro que los que dan deben hacerlo con un corazón dispuesto y alegre. Si damos la ofrenda por necesidad o con una actitud incorrecta no estamos honrando al Señor. ¡Qué gran diferencia se observa cuando damos nuestra ofrenda con un corazón lleno de gozo! Esta actitud alegre deleita el corazón de Dios.
Pablo nos recuerda en 1 Corintios 4:5 que el Señor manifestará las intenciones de nuestros corazones. Podemos engañar a otros, pero nadie puede engañar a Dios.
“Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios.”
Fijémonos en la conexión directa que establece Pablo entre la exposición de los motivos del corazón y las alabanzas que recibiremos de Dios. Dios observa la actitud de nuestros corazones y en consecuencia los juzgará. ¿Deseamos honrar a Dios? La actitud de nuestros corazones es de vital importancia en ello. En el nuevo camino del Espíritu Dios está buscando mucho más que una obediencia a regañadientes. Él desea una obediencia que provenga del corazón, y cuyos motivos sean puros.
Capítulo 20 – El Amor
“No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Romanos 13:8-10).
Si fuésemos a resumir en una palabra las características del camino del Espíritu, ¿qué palabra utilizaríamos? Sin duda alguna esa palabra sería “amor”. Pablo nos dice en Romanos 13:8 que la persona que ama a su prójimo ha cumplido con la ley.
Cuando le preguntaron a Jesús cuál era el gran mandamiento, él respondió:
“Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Mt. 22:37-39)
Está bastante claro que si siguiésemos el camino del amor, el pecado contra Dios y contra nuestro prójimo dejaría de ser un problema.
En nuestra sociedad existen muchas formas de definir el amor. Pero el concepto que ésta da del amor queda muy por debajo de su definición bíblica. Pablo nos muestra la naturaleza del amor verdadero en 1 Corintios 13:4-8, cuando dice:
“El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará.”
El verdadero amor cristiano es sufrido y benigno. No reacciona ante los demás con celos o soberbia. No es indebido, ni pone sus intereses por encima del objeto de su devoción. No se irrita fácilmente y sufre ante cualquier mal hecho a la persona que ama. El verdadero amor cristiano todo lo sufre, todo lo cree y todo lo soporta aun en tiempos difíciles. Este amor no deja de ser. El nuevo corazón que Dios pone en cada creyente es un corazón capaz de amar de esa manera.
Se podría definir el pecado como cualquier acción o actitud cuyo origen no sea el amor hacia Dios y nuestro prójimo. El camino del Espíritu se basa sólidamente en este principio del amor. No podemos servir a Dios, ni seguirle como él exige si no tenemos amor.
Pablo aclara bien en 1 Corintios 13:1-3 que sin amor todas nuestras acciones carecen de sentido:
“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.”
El amor es el ingrediente que hace que nuestro servicio y adoración a Dios sean aceptables. Podemos dar todo lo que tenemos a los pobres, e incluso ofrecer nuestros cuerpos para ser quemados por causa del Señor, pero si no tenemos amor no logramos nada. El amor es el ingrediente esencial en los actos de obediencia y sacrificio. Podemos darle a nuestra familia ropa y abrigo. Podemos ser fieles recordando sus cumpleaños y aniversarios. Podemos proveer todo lo que ésta necesita y aun así fracasar como padres o esposos por no tener el ingrediente más esencial, que es el amor.
Dirigiéndose a los cristianos de Galacia, Pablo les dice en Gálatas 6:2 que si deseaban cumplir con la ley de Cristo debían llevar las cargas los unos de los otros.
“Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo.”
Cumplir la ley de Cristo exige sacrificios hechos con amor. Implica seguir el ejemplo del Señor Jesús, quien por amor a su pueblo, se dio a sí mismo de forma voluntaria y sacrificial en la cruz del Calvario. El amor nos conduce a sacrificar nuestro tiempo, energía y recursos. El amor motiva a los que andan en el Espíritu para sobrellevar las cargas de sus hermanos o hermanas.
Capítulo 21 – Palabras Finales
La ley de Moisés era el plan perfecto de Dios para su pueblo. Era una ley buena que tenía un propósito muy específico. Su objetivo era mostrarnos lo que Dios exigía. Por supuesto, nadie podría jamás cumplir con ese estándar, pero eso también era parte del plan de Dios. Su intención era mostrarnos que nuestros propios esfuerzos nunca serían suficientes para justificarnos delante de Dios. A través de esta ley Dios deseaba mostrarnos nuestra necesidad de un Salvador. De hecho, ocultas en la ley misma, había muchas alegorías al Señor Jesús y a su obra. El propósito de la ley de Moisés nunca fue ser la solución final de nuestro problema. Solamente nos preparó para la solución que luego Dios proveería a través de su Hijo Jesucristo.
Cuando el momento indicado llegó, Dios envió a su Hijo a cumplir con todas las exigencias de la ley de Moisés. Él pagó el precio total por nuestros pecados pasados, presentes y futuros. También él nos dio un nuevo corazón y puso su Espíritu Santo en nosotros para que fuese nuestro guía. Los que aceptan a Cristo y su obra quedan libres de la ley de Moisés y todas sus exigencias.
Esto no significa que podamos hacer lo que queramos. Dios ahora espera más de nosotros de lo que esperaba de los creyentes del Antiguo Testamento. Pero la diferencia ahora tiene dos aspectos. En primer lugar, el asunto del pecado ha sido completamente resuelto a través de Cristo. Esto nos libera para servir con un motivo diferente. No tenemos que servir para ser aceptados por Dios. Como ya sabemos que hemos sido aceptados ahora podemos servir por amor y devoción hacia él. En segundo lugar, como Cristo nos ha transformado, y nos ha dado un nuevo corazón, ahora deseamos agradarle y seguirle. Su Espíritu Santo que mora en nosotros ahora nos guía y conduce hacia los propósitos que Cristo tiene para nuestras vidas. Ahora tenemos todo cuanto necesitamos para vivir como Dios exige.
El mayor reto para nosotros como creyentes es aprender a distinguir entre los deseos pecaminosos de la vieja naturaleza y la dirección y orientación del Espíritu de Dios y su Palabra. Las Escrituras nos exhortan como creyentes a morir a nuestra carne pecaminosa y a elegir la senda del Espíritu. Esto no siempre será fácil. No siempre el creyente será valorado. Algunos sufrirán y serán perseguidos por haber dejado de seguir la senda del mundo o por haber dejado de obedecer a los deseos de la carne.
A veces el creyente será incomprendido, incluso en la iglesia. Pero Dios tiene un plan y un propósito específicos para cada uno de nosotros. El Espíritu Santo no elimina nuestra personalidad. Esto significa que estaremos rodeados de disímiles y diferentes expresiones legítimas de fe en la iglesia. Debemos aceptar esas diferencias y respetar a quienes son diferentes a nosotros.
El camino del Espíritu es una senda de verdad, pues el Espíritu de Dios nos guiará siempre a comprender de forma más profunda la Palabra de Dios y Sus caminos. Es una senda de sacrificio y amor hacia Dios y nuestro prójimo. El camino del Espíritu también nos llama a la sinceridad. Éste rechaza la hipocresía y las manifestaciones externas. El corazón lleno de amor de aquellos que siguen la senda del Espíritu los motiva a servir y adorar.
Hay tres verdades esenciales de las cuales que quisiera que cada lector pudiese ganar conocimiento gracias a este sencillo y breve estudio. Permítanme concluir con las ideas siguientes.
En primer lugar la obra de Cristo es suficiente para salvar a todos los que le aceptan. No es posible hacer nada más para ser aceptados por el Padre. Los que aceptan a Cristo pueden recibir el perdón de todos sus pecados; son aceptados por el Padre y ya nada podrá separarlos de su amor. La obra de Cristo no solamente es suficiente para brindarnos justificación delante del Padre, sino que nos brinda también todo lo que necesitamos para vivir la vida que Dios exige. La obra de Jesús nos transforma. El ministerio del Espíritu Santo nos llena de poder. En Cristo tenemos todo cuanto necesitamos para vivir una vida victoriosa si escogemos servirle y dejarnos dirigir por Su Espíritu.
En segundo lugar, como somos completamente aceptados, somos también libres de servir a partir de un motivo diferente. Si hoy usted está sirviendo a Dios deseando obtener su aprobación, lo está sirviendo con motivos incorrectos y no ha comprendido lo que Él ha hecho por usted en la cruz. Ya hemos sido totalmente aceptados. Nada de lo que hagamos puede hacernos más aceptables. Ya el asunto de nuestra aceptación delante de Dios está resuelto; deshágase de cualquier falso motivo, como la culpa, la obligación, y el deseo de ser aceptado. Elija servir con un corazón sincero y lleno de amor.
Por último, permita que su amor por Dios se haga extensivo a Sus hijos también. Percátese de que no todos tenemos la misma personalidad y preferencias. Dios no ha venido a eliminar nuestras personalidades. Él permite que expresemos nuestra fe de forma individual dentro del contexto de su Palabra. Todos tendremos formas diferentes de ver las cosas. Como creyentes necesitamos respetar y aceptar esas diferencias.
Oro por que todos los que lean este libro aprendan a caminar en esta senda.