F. Wayne Mac Leod
Ilustraciones:
Ranald E. A. Schuey
Copyright © 2008 by F. Wayne Mac Leod
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede reproducirse ni transmitirse de forma alguna sin la autorización por escrito de su autor.
Parábola de la Semilla Diminuta
En mi sueño vi una semilla diminuta. No sé por qué mi mente se fue a fijar en un objeto tan pequeño e insignificante; es algo que no puedo comprender, pero por alguna razón, este pequeño objeto me cautivó. Cuando me detuve a mirarlo más detenidamente, noté algo en particular. Parecía ser una simple y ordinaria semilla.
Sin embargo, en el sueño escuché una pequeña voz de esas que suenan nerviosas, la cual apenas lograba entender. A medida que mis oídos comenzaron a ajustarse a ella, descubrí de dónde provenía. Era la semilla misma. Entonces aquello me interesó aún más. Hice un gran esfuerzo por oír exactamente lo que estaba diciendo. ¡Qué historia tan triste me contó! Ella estaba completamente sola. Era una solitaria semilla de manzana que alguien que pasó por allí había arrojado por no considerarla digna de quedársela. Y allí estaba, sola en el césped, y desapercibida ante todos, a excepción de mí, y con un futuro muy desolador. Entonces me dijo: “¿Para qué tiene que sobrevivir una semilla solitaria e insignificante al agobiante calor del verano y a la constante caravana de pájaros en busca de desayuno?”. Entonces lloró sin cesar. ¡Cuán abatida estaba! Había perdido toda su esperanza.
Cuando me detuve a escucharla, la oí decir: “¿Por qué Dios me hizo así? ¿Por qué tuve que nacer como una tonta e insignificante semillita? Se me ocurre que pude mejor haber sido unas cien cosas diferentes. Por ejemplo, un ave: ¡cuán hermosas y agraciadas son al volar por el cielo bien alto y sin preocupaciones, con la capacidad de explorar aquí y allá, de zambullirse en el agua y de planear por el aire con la mayor facilidad del mundo! ¡Cuán habilidosas son! ¡Ah, sería tan emocionante ser una criatura de esas! ¿Y qué te parecen las hormigas? Siempre están ocupadas; son inteligentes, ingeniosas y plenamente capaces de construir sus propias casas y de cargar objetos que pesan muchísimo más que sus propios cuerpos”. Y entonces me dijo de manera incontrolable: “Aquí estoy yo, una tonta semilla sin habilidades ni inteligencia, condenada a ser tomada y devorada por algún animal, o a permanecer aquí para marchitarme en el sol”. Entonces me compadecí de aquella semillita. ¡Qué desesperante situación! ¡Cuán terrible ha de haberse sentido! Y yo sin poder hacer nada para ayudarla, pero la seguí observando para ver qué le sucedería. Pasaron los días, y parecía que no había cambios. La semillita permanecía inmóvil, sin dejar de llorar y sin esperanzas.
Un día el Maestro mismo pasó por allí y se percató de la diminuta semilla que yacía en la hierba. Jamás podré comprender cómo llegó a notar aquello tan diminuto, pero lo que más me impactó fue la manera en que se detuvo para mirarla. Cuando miré al Maestro, pude darme cuenta de que se le aguaban los ojos. Y pensé: “¡Qué gran compasión!”. Luego le escuché decir: “Semillita, ¿por qué lloras tanto?”.
Con su frágil voz, la semillita le respondió: “¡Ay, Maestro! ¿Por qué malgasta Su tiempo hablando conmigo? Soy insignificante; no tengo habilidad alguna; no tengo la inteligencia de las hormigas, por ejemplo. No puedo alzar el vuelo en el cielo como las aves. Estoy condenada a permanecer aquí hasta que venga alguien y me devore, o me marchite el sol”.
Entonces, con Sus ojos llenos de lágrimas, el Maestro le habló: “Semillita, tú me sirves para algo. Si me lo permites, puedo tomarte y hacer muchas cosas grandiosas por medio de ti, pero debes obedecerme y ser capaz de soportar muchísimos sufrimientos”.
“¡Ah!”—gritó la semilla. “No sé cómo podrías usarme, Maestro, pero hágase Tu voluntad.” “Muy bien”—dijo el Maestro, y así la recogió y se la llevó.
Al observarla, vi cómo el Maestro, con sumo cuidado e interés, condujo la semillita a un verde prado, uno de los más hermosos que jamás haya visto. Después de varios minutos de mirar alrededor, el Maestro se dirigió al mismo centro del prado, donde había un hermoso río. Luego de sentarse en una roca junto al río, el Maestro miró a la semillita, que había permanecido a salvo en el calor de Su mano. Y le dijo: “Semillita, este será tu nuevo hogar”.
“Realmente este es un lugar hermoso”—contestó la semillita. “¿Cómo podré retribuirte por el amor que me has mostrado hoy?”
“Sabré si me amas por esto”—dijo el Maestro—“si me obedeces y permaneces fiel hasta el fin. Eso significa que habrá muchas luchas. ¿Estás dispuesta a enfrentarlas por mí?”
“Ya me has bendecido con más de lo que jamás hubiese podido imaginar con tu amor y bondad. ¿Cómo podría negarme a obedecerte hasta el final?”—contestó la semillita.
“Muy bien”—dijo el Maestro, mientras comenzaba a hacer un pequeño agujero en el suelo. La semillita se quedó mirando fijamente aquello. “¿Puedo preguntarte cuál es el propósito de este gujero?”—preguntó la semilla.
“La primera lección que debes aprender”— contestó el Maestro—“es que para vivir realmente, primero has de morir. Debe ser removida tu capa externa de soberbia y de pecado, y debes aprender a desechar tu antigua forma para obtener la nueva”.
Al oír esto, la semilla comenzó a sacudirse y a temblar, pero de alguna manera ha de haber tenido paz en su corazón, por cuanto me percaté de que su reacción fue de confianza en el Maestro. Voluntariamente se rindió, y el Maestro, con sumo cuidado y habilidad, colocó la semillita en el orificio que había terminado de cavar.
Al mirar, pude ver cómo el Maestro cubrió con tierra la semillita y colocó a su alrededor una pequeña cerca para impedir que algún predador la molestara o desenterrara lo que había acabado de plantar. Entonces escuché al Maestro llamar a la lluvia, la cual comenzó a caer, empapando así el manto donde se encontraba la semillita.
En lo profundo de aquel suelo, la semillita comenzó a sentir el frío y la humedad; tuvo muchísimo escalofrío. La lluvia estuvo cayendo durante varias horas. Durante todo aquel tiempo me di cuenta de cuán mal se sentía aquella pobre semillita. Ahora estaba completamente empapada. Permanecía allí, temblando constantemente en su frío, húmedo y oscuro hogar. Sin embargo, no la oí quejarse, sino expresó: “¡Qué es este frío, esta humedad y esta oscuridad en comparación con el amor que el Maestro me ha dado hoy.
Después de un tiempo, salió el sol, y poco a poco comenzó a calentar el suelo. Aquel calor confortó a la semillita, pero también le hizo sentir algo de incomodidad porque el sol no sólo le brindó calor y bienestar, sino que a su vez removió su interior. Las cosas comenzaron a moverse dentro de ella, lo cual provocó cambios en forma gradual.
Este ciclo de lluvia y sol continuó durante algunas semanas. Fue al cabo de unos siete días que realmente comencé a ver los cambios en la semillita. El amargo frío, la humedad y la oscuridad realmente habían causado una tremenda lucha para la semillita, pero nada comparado con lo que ahora comenzaba a experimentar. Como ya les he dicho, la lluvia y el sol obraron en conjunto para que la semillita comenzara a ser transformada, y lo fue a tal punto en su interior, que su capa externa comenzó a estirarse. Puedes imaginarte cuánta agonía debió de haber sufrido porque literalmente estaba siendo desgarrada. El amargo frío, la humedad y la oscuridad prevalecieron en esos días, y daba la impresión que únicamente añadían más dolor a su ya insoportable sufrimiento; lo cual me hacía encogerme de agonía por ella. Me dolía el estómago. Mi cabeza me daba vueltas porque en toda mi vida, jamás había visto semejante sufrimiento. ¿Por qué no se rendía? ¿Qué le hacía mantenerse? ¿Cuál era la fuente de su fortaleza? En medio de sus luchas, continuamente la escuchaba decir: “¿Qué es todo esto en comparación con el amor que mi Maestro me ha mostrado?”. Se me rompía el corazón, y lloraba al verle manifestar tal amor y devoción.
Pasaron varios días y comencé a notar signos definitivos de crecimiento. La semilla (que ya no era sólo una diminuta semillita) se hacía cada vez más grande, y al hacerlo estiraba sus raíces para beber la humedad que del río permanecía en el suelo. Día y noche esta humedad constituía su deleite constante.
Al cabo de pocos días comenzó a asomar su cabeza por encima de la superficie del suelo. Estaba pálida y muy débil por haber permanecido enterrada durante tanto tiempo. Cuánto aliento recibió al sacar su cabeza. Entonces vio delante de ella a su Maestro, quien en ningún momento se había apartado de su lado. El Maestro resplandecía de deleite al observar la semillita. Y ella apenas podía contener sus lágrimas de gozo; entonces le dijo al Maestro: “Y pensar que no te has alejado de mí ni por un momento”.
Aquí no acabaron las luchas. El hecho de ajustarse a la nueva atmósfera fue un cambio agradable que no dejó de ocasionarle sus dificultades. El sol estaba mucho más caliente ahora que la tierra no la protegía de sus rayos. El calor abrasador golpeó su cuerpo y le causó dolor por todas partes. Sin embargo, luego de varios días su cuerpo comenzó a adaptarse y llegó a sentir los rayos del sol un poco más agradables. De hecho, comenzó a disfrutarlo, y de vez en cuando extendía sus brazos para acoger tantos rayos como le fuese posible. Ella decía: “¡Oh, cuánta gracia la del Maestro, por eso que llamamos sol; cuánto calienta mi corazón y cuánto crecimiento y vitalidad brinda a mi ser!”.
A medida que fueron pasando las semanas, noté un tremendo cambio en la semilla. Luego de haber crecido varios centímetros, comenzó a enfrentar una nueva lucha. El viento, al cual sencillamente denominaba ‘pruebas’, a menudo soplaba a través de la pradera, y pude ver cómo en ocasiones golpeaba a la pobre semillita (más bien diría que ya era una pequeña planta de semillero, porque realmente ahora era mucho más que una semilla). A menudo batallaba durante muchas horas con estas ‘pruebas’, que le golpeaban el rostro en su intento por derribarla o, de ser posible, por partirla en dos. Muchas veces tenía que luchar para salvarse. Lo peor de todo esto era que jamás sabía cuándo vendrían estas pruebas ni cuán fuertes serían. Algunas veces yo casi desmayaba al sentir que estaba a punto de ser partido en dos, pero por alguna razón desconocida, la semilla sobrevivía.
En medio de todas estas luchas, a menudo veía a la plantita alzar su mirada al Maestro, quien siempre estaba a su lado. ¡Cuánto le alentaba saber que su Maestro aún permanecía allí! El simple hecho de pensar cuánto la amaba la impulsó a sobrepasar límites que jamás concebí. Y sólo voy a decir algo más de estos vientos o ‘pruebas’. De alguna manera sirvieron para fortalecer su tronco, y cada día era más fuerte y más capaz de enfrentarlos.
Con el paso de los años siguió madurando. En cierta ocasión la escuché hablar con el Maestro. Ella le dijo: “Maestro, no es que no esté feliz ni contenta con lo que me has dado, porque tomaste esa diminuta e insignificante semilla que yo era y me has convertido en un hermoso y joven árbol. Debo agradecerte por todo lo que has hecho. Tu amor y fidelidad hacia mí son cosas que no puedo entender, pero estoy sumamente agradecida y eternamente en deuda contigo. Sin embargo, hay algo que me intriga. Si fueras tan amable de responderme, sería para siempre muy feliz”.
“Sólo tienes que preguntármelo”—dijo el Maestro. “Y te contestaré”. “Maestro”—dijo el arbolito—“en los últimos años Tu gracia (el sol) y tu sustento (el río) me han hecho crecer, de manera que hoy para nada soy lo que antes fui. Todo este tiempo te he estado muy agradecido, pero también he recordado cómo (al recogerme siendo una simple semillita) me dijiste que te sería útil. Cada día me pregunto: ‘¿Será este el día en que seré útil al Maestro?’. ¿Cuándo me concederás este gran privilegio de ser Tu siervo, de poder hacer algo para Ti a cambio de tanto que has hecho por mí?”
“Arbolito”—dijo el Maestro—“ya viene el tiempo en el que me servirás. Todo este tiempo que ha pasado te he estado preparando con un propósito especial. Ha sido para que esperes y permanezcas fiel.”
Dicho esto, el arbolito estuvo feliz, y con una dedicación aún mayor (porque ahora su fe había sido removida), continuó absorbiendo los nutrientes del río y de los rayos del sol, lo cual le permitió seguir creciendo y madurando con la confianza de que el Maestro tenía todo bajo control.
Pasaron algunos años más, y el árbol se hizo mucho más alto y hermoso. Entonces, en este punto de su vida, comenzó a ver algo del cumplimiento de la promesa del Maestro para él. A menudo tenía el privilegio de proveer a los agotados pajarillos un lugar de descanso luego de su ir y venir a lo largo de la pradera. Estaba agradecido por este servicio de hospitalidad que el Maestro le había dado.
Al mirar alrededor de la pradera en mi sueño, me impresionó ver cuán estratégicamente el Maestro había colocado a aquel arbolito. Porque era uno de los pocos árboles en el jardín que podía proveer semejante sitio de descanso para los exhaustos viajeros. Además, tenía la oportunidad de proveer un hogar a varias familias de aves, así como de protegerlos de sus depredadores escondiendo con sus ramas y hojas los pequeños nidos. ¡Cuánto le emocionaba ver empollar esos huevos, y a los pajarillos abrirse paso a la vida luego de romperlos, así como finalmente verlos volar luego de su aprendizaje. Los pájaros estaban agradecidos por el árbol, y año tras año regresaban al hogar que había proporcionado abrigo y seguridad a sus crías mientras ellos estaban lejos. Con el paso del tiempo muchos se beneficiaron de su ministerio de hospitalidad.
En esta época ya el árbol producía una nueva cosecha de manzanas por año, las cuales regalaba generosamente a todos los que precisaran de ellas. Me di cuenta de que jamás pensó en quedarse con ninguna (dudo que siquiera supiera cómo era su sabor). Estas eran las manzanas más excelentes de aquella pradera. Sus amigos, las aves, venían de vez en cuando a comer libremente de sus abundantes suplementos. Los caminantes se sentían libres de tomar las exquisitas frutas de sus ramas; y para aquellos que no lograban alcanzarlas, el árbol dejaba caer algunas al suelo, de manera que los animales más pequeños de la pradera se pudiesen beneficiar también de su fruto.
Sin embargo, lo que nadie sabía era cuánto dolor él experimentaba para dar sus frutos. Dejaba que los pájaros les dieran picotazos a las manzanas durante horas. Cada picotazo le hacía sentir un gran dolor porque realmente estaban agujereando su propio cuerpo. Cuando tomaban sus frutos, él gemía en su interior pues eran partes de su propio cuerpo las que estaban separando. Sin embargo, jamás se quejó, pues el simple hecho de poder servir al Maestro era mucho mayor que las molestias temporales que sentía.
Un día vi al Maestro acercársele. Con cierta preocupación en sus ojos, le dijo: “Mi querido árbol, me he percatado de que tienes algunas ramas que sólo te sirven para impedir tu productividad para Mí. Ha llegado la hora de ocupase de ellas. Estas ramas constituyen una carga para ti; simplemente socavan tu fuerza y no producen buenos frutos”.
“Mi deseo”—dijo el árbol—“es ser lo mejor que pueda para Ti. Haz lo que te tengas que hacer para que yo pueda llegar a ser lo que debo”. Y dicho esto, para mi horror, vi al Maestro sacar un enorme serrucho. Lo colocó en una de las ramas, cerca del tronco, y comenzó a serruchar. ¡Qué terrible dolor azotó a todo el árbol mientras los dientes del serrucho del Maestro penetraban cada vez más profundamente en sus ramas. La savia brotaba por donde el Maestro iba cortando. Durante una hora, que me pareció toda una eternidad, vi al Maestro cortarle una rama tras otra. El árbol gritaba de angustia, porque nunca resulta fácil perder una parte de uno, aunque ésta pueda ser un impedimento para la productividad y el crecimiento de tu vida. Sin embargo, el árbol lo soportó con una gran confianza en su Maestro, y finalmente cayó la última rama cortada.
Entonces el Maestro procedió a untar un bálsamo sobre cada una de aquellas heridas, ¡y cómo le aliviaron! Tanto le alivió el bálsamo, que cuando le terminó de cubrir la última, el árbol sintió un gozo y una paz que jamás había experimentado. Encontró un renovado vigor para servir e inmediatamente se dio cuenta de que estaba creciendo de nuevo. Si hubiese sabido la verdad sobre estas ramas que le eran un impedimento, le habría pedido al Maestro que se las quitara mucho antes.
Durante muchos años más, el árbol permaneció en medio de la pradera y demostró ser fiel y constante. Siguió dando fruto y proveyendo para los que por allí pasaban. Sus ramas constituían un consuelo para los agotados, y un hogar para los sin techo. Se enfrentó a muchas tormentas, y en ocasiones las “pruebas” (el viento) venían para dejarlo perplejo. También hubo muchos momentos en los que tuvo que llamar al Maestro para que le podara las ramas que no eran productivas. Por lo general estaba contento y feliz. Había madurado lo suficiente para amar el hogar que el Maestro le había dado, y constantemente se llenaba de gozo en su tarea de servir.
Un día vi al Maestro marcharse de la pradera. Esto me sorprendió mucho porque me llevó a preguntarme qué era lo que estaba haciendo. Después de algún tiempo, lo vi regresar, y traía en Su mano otra semillita. La colocó junto al árbol y se marchó. El manzano vio, al mirar hacia abajo, a la diminuta semilla; entonces se llenó de compasión y de gozo, porque recordó el tiempo en que él había sido de ese mismo tamaño. Recordó así su pesar y cómo el Maestro había cuidado de él en su necesidad. Y clamó: “Semillita, ¿de dónde vienes, y qué estás haciendo aquí?”.
Algo asustada, la semillita miró hacia arriba y respondió: “Señor, recuerdo muy poco de mi pasado y he decidido olvidarme de la mayor parte de él, pues no hay nada de lo que desee enorgullecerme. Sólo diré que en mi desesperación y mi desgracia, el Maestro me mostró Su abundante amor. Esto es todo lo que escojo recordar de mi pasado. Él ha prometido usarme, y estoy sumamente agradecido por Su decisión, aunque desconozco cómo pudiera Él usar a una simple e insignificante semilla como yo”.
Al mirar lo que acontecía en mi sueño, una vez más recordé el grandioso plan del Maestro porque Él había colocado estratégicamente aquella diminuta semilla junto al tronco del amado y viejo manzano para que le pudiera ministrar en su momento de necesidad. Escuché entonces al árbol, con gran gozo y emoción, contando el relato de cómo el Maestro lo había encontrado y lo había plantado en el suelo. Contó algunas de las luchas que había tenido, y cómo el amor del Maestro había sido constantemente su motor impulsor. “¡Cuántos sacrificios hiciste!”—le dijo al árbol a la diminuta semilla. “¡Por cuántos sufrimientos pasaste!”
“No he hecho ningún sacrificio por el cual el Maestro no me haya recompensado grandemente”—dijo el árbol. “¿Qué es una pequeña semillita, condenada a perecer, en comparación con lo que el Maestro ha hecho de mí hoy? En cuanto al dolor, evidentemente es verdad que tuve que soportar mucho, pero ¿qué es todo ese dolor en comparación con el amor que el Maestro me ha mostrado, y con el gozo que tengo al servirle?”
Entonces en mi sueño vi regresar al Maestro. “¿Estás dispuesta a pasar por todo lo que ha pasado este querido y fiel árbol, para llegar a ser lo mejor que puedes ser para mí?” – preguntó a la diminuta semilla.
“Sí, Maestro”—le contestó. “Tengo la confianza de que aunque el camino esté lleno de dificultades, Tu voluntad es lo mejor”. “Muy bien”—dijo el Maestro—“pero hay algo que debo mostrarte primero”. Habiendo dicho esto, se acercó a su amado, viejo árbol. “Amigo”—le dijo—“me has servido durante muchos años. Sin embargo, ha llegado el momento en que debes marcharte. Tengo otro plan para ti, aún mayor que este. ¿Estás dispuesto a obedecerme y a avanzar hacia cosas mayores?”.
“En todos estos años jamás me has fallado”—dijo el árbol. “Todo lo que has hecho ha sido para que crezca y dé fruto. Ahora no veo razón alguna para dudar de tu palabra. Aquí estoy. Haz conmigo lo que quieras”.
Dicho esto, el Maestro sacó un hacha. Con fortísimos golpes, dio contra el tronco del árbol. La semillita se sorprendió, se quedó atónita, pero notó el brillo que irradiaba aquel árbol con cada uno de los golpes del Maestro. Aunque el sufrimiento era evidente, de alguna manera le fortalecía la promesa de algo aún mejor. Estaba tan envuelto en aquella promesa, que apenas se percató de su dolor.
Al fin el viejo árbol cayó. Sus ramas fueron cortadas, y sus raíces, que se habían establecido muy profundamente, fueron arrancadas. El Maestro lo levantó suavemente y se lo llevó. Después de algún tiempo, vi que el Maestro regresó para encargarse del suelo que había sido desarraigado; lo niveló y lo removió. Habiendo hecho todo esto, levantó la semillita, le dijo unas palabras de aliento y abrió un pequeño agujero, donde la colocó, exactamente en el mismo lugar en que antes había estado el amado y viejo árbol.
Entonces desperté de mi sueño con lágrimas en los ojos. ¿Qué le sucedió a aquel amado árbol? No lo sé. Sin embargo, tengo plena confianza en el proyecto del Maestro.
Por un momento medité sobre lo soñado. Reconocí entonces que Dios no anda buscando a personas célebres con todo tipo de potencial y habilidades naturales para que sean Sus siervos. Él desea a los que conocen muy bien sus debilidades y que, en consecuencia, son atraídos a Su presencia para recibir la fuerza necesaria para cada día. ¡Qué inmenso amor tiene hasta para la más pequeña de Sus criaturas! Si sólo rindiera mi vida por completo a Él, me usaría mucho más allá de mis mayores expectativas.
Así también en la parábola de la semilla diminuta, que fue usada por Dios de forma poderosa, no por su gran habilidad natural ni por su fortaleza, sino sencillamente por su actitud de sujeción al Maestro. No obstante, la terrible tragedia es que muchas personas cuyo potencial es aún mayor, perecen porque no se encomiendan así al Maestro, ni tampoco aceptan la suerte que Él les depara. ¿Pudiera ser que yo sea una de esas personas, con un ilimitado potencial, pero debido a mi dura capa externa de orgullo y de pecado, permanezco reprimido sin conocer jamás el gozo de crecer y triunfar en el Señor? Si Dios usa así a una diminuta semilla, ¿acaso no podré confiarle mi vida? ¿Cuánto más no podrá usar a un hombre o a una mujer (aunque desprovistos de fortaleza y de habilidad naturales) que le encomienden sus vidas. Que Dios me ayude a ser así.