Cómo Podemos Estar Seguros de Nuestra Salvación
F. Wayne Mac Leod
Derechos reservados © 2007, F. Wayne Mac Leod
Publicado originalmente en inglés con el título: How Can I Be Sure?
Traducido al español por Esther Pérez Bell, David Gomero y Yaíma Gutiérrez (Traducciones Nakar)
Publicado por la Distribuidora de libros Light To My Path (en español: “Lumbrera a mi camino”)
153 Atlantic Street, Sydney Mines, Nueva Escocia, Canadá B1V 1Y5
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, transmitida en forma alguna, ni a través de medio alguno sin una autorización por escrito del autor.
Las citas bíblicas, a menos que se indique otra versión, han sido tomadas de la Santa Biblia, antigua versión de Casiodoro de Reina (1569). Revisada por Cipriano de Valera (1602). Otras revisiones: 1862, 1909 y 1960. Usado con autorización. Todos los derechos reservados.
Índice
- Prefacio
- 1- Una salvación fácil
- 2 – Una falso esperanza
- 3 – Cristo en ti
- 4 – El testimonio de Su Espíritu
- 5 – El testimonio de Su palabra
- 6 – Palabras finales
Prefacio
El presente es un estudio temático sobre la seguridad de salvación. A medida que te adentres en la lectura, por favor, per-cátate de que los primeros dos capítulos pueden resultarte difíciles de leer. Sin embargo, creo que resulta importante que comencemos por comprender que existen muchas cosas a las que nos aferramos que no constituyen en sí mismas un fundamento para estar seguros.
Personalmente creo que podemos tener la seguridad del perdón de nuestros pecados y la garantía de la vida eterna con Dios. Sin embargo, esta seguridad no se basa en algo que hayamos hecho o que vayamos a hacer, sino en lo que el Señor Jesús ha hecho y está haciendo en nosotros.
Espero que este sencillo estudio nos ayude a ver de una nueva manera a Cristo y Su obra. Ante todo, oro para que a través de este estudio algunos conozcan a Cristo por primera vez. Por otra parte, oro en nombre de los que ya le conocen, para que alcancen una confianza más profunda en Su obra a favor de ellos. Que el Señor use este sencillo estudio para llegar hasta ti, sea cual sea el punto en el que te encuentres en tu relación con Él.
F. Wayne Mac Leod
1- Una salvación fácil
En su libro “Les plus belles pages de Finney” [las más hermosas páginas de Finney], el escritor Bernard de Perrot dice que sólo el treinta por ciento de las personas convertidas por el evangelista D.L. Moody, permanecieron firmes, mientras que el ochenta y cinco por ciento de los que se convirtieron por medio de Charles Finney, perseveraron hasta la muerte. (De Perrot, Bernard, “Les Plus Belles Pages de Finney”, Flavion-Florennes: Editionnes «Le Phare», 1979, página 123).
Existe cierto debate sobre estas estadísticas. No es nuestro objetivo aquí comparar a estos dos grandes evangelistas. Sin embargo, estas cifras resultan inquietantes. Si de Perrot está en lo cierto, esto indicaría que hasta el setenta por ciento de los que hacen profesión de fe en Cristo, no perseverarán en su fe hasta el fin. Si analizamos esto a la luz de la realidad actual, veremos que muchos de nosotros conocemos a personas que, en un momento de sus vidas, hicieron profesión de fe en Cristo, y luego recaen y vuelven a su antiguo estilo de vida. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué estamos en presencia de cifras tan alarmantes?
Hace algún tiempo participé en un encuentro donde la oradora guió a sus oyentes en una breve oración de arrepentimiento. Cuando terminó de orar, ella aseguró a los presentes que ya eran hijos de Dios y les garantizó que tenían un lugar en el cielo. Para muchas personas, el convertirse en cristiano sólo consiste en pasar al frente en medio de un culto evangelístico o en hacer una oración de arrepentimiento. Ahora bien, no quisiera ser malinterpretado. Para algunas personas, la salvación es realmente así de sencilla. Sin embargo, no podemos darnos el lujo de asumir que cualquiera que haga esto ya es hijo de Dios.
Estamos viviendo en una época y una cultura donde todo es muy fácil. Podemos realizar nuestros trámites financieros en Internet; podemos tener acceso a nuestro dinero a través de cajeros automáticos las veinticuatro horas del día. Nos comunicamos con el mundo entero cómodamente gracias a nuestras computadoras. En cuestión de minutos, enviamos fotos y documentos a destinos que se hallan a miles de kilómetros gracias al correo electrónico y al fax. Nunca en la historia de la humanidad las cosas han sido tan fáciles y prácticas. ¿Es que acaso esto se ha estado extendiendo a nuestra fe?
El mensaje del evangelio es increíblemente sencillo. En Juan 3:16, la Biblia nos dice:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Este es el evangelio de manera sencilla; no hay ninguna complicación en ello. La persona que cree en el Hijo, tiene vida eterna; Dios no ha hecho de esto algo complicado. Él ha hecho que el evangelio sea tan sencillo, que hasta un niño puede captar su significado y conocer la salvación del Señor. Aun cuando creamos que el evangelio es verdaderamente sencillo, debemos tener cuidado de que no se trate de una salvación fácil. En esta época que vivimos, de conveniencias y facilidades, a veces convertimos la salvación en algo tan fácil, que la equiparamos con el simple acto de levantar la mano o caminar hacia el frente de la congregación. Existen personas cuya seguridad de salvación descansa únicamente en estos actos externos, pero la seguridad de nuestra salvación debe estar basada en algo mucho más profundo. Tal vez el Cristianismo esté atravesando las circunstancias actuales por haber cambiado la verdadera salvación por una imitación barata y fácil.
El gran predicador Jonathan Edwards desafiaba a su congregación y a sus lectores a que examinaran cuidadosamente sus vidas para cerciorarse de que la salvación que aseguraban haber experimentado, fuera en verdad real, y no una imitación barata:
“Aquellos que poseen la esperanza y la opinión de que son devotos, deben tener cuidado de que sus fundamentos sean verdaderos. Los que albergan dudas al respecto, no deben permitirse descanso hasta ver este asunto solucionado.”
Se dice que cuando alguien se acercaba a Jonathan Edwards buscando la seguridad de salvación, lo primero él que hacía era desafiarlo a averiguar si en verdad ya era salvo. ¿Estamos tal vez dando seguridad de salvación a aquellos que no han sido salvos? ¿Estamos, al igual que los falsos profetas de la época de Jeremías, proclamando: “Paz, paz; y no hay paz”? (Jeremías 6:14).
Cualquier estudio relacionado con la seguridad de salvación, debe comenzar con un cuidadoso auto-examen, que determine si realmente conocemos la salvación del Señor. Confío en que este breve estudio nos permitirá lidiar de manera franca y abierta con esta importantísima interrogante.
2 – Una falso esperanza
Hoy en día en nuestras iglesias hay personas que presentan muchas características de verdaderos creyentes, pero cuya salvación no es genuina. Así que, en una ocasión me vino a la mente la siguiente pregunta: ¿Cuán cerca puede estar alguien de ser cristiano sin realmente serlo? Al escudriñar las enseñanzas de las Escrituras sobre este tema, me sorprendí de ver lo que éstas enseñan. Permítanme compartir con ustedes algunos de estos hallazgos:
Podemos creer en Dios, y aun así no ser salvos en el Señor
Existen muchos versículos en las Escrituras que hablan sobre este tema. Veamos lo que nos dice Santiago 2:19 (DHH):
“Tú crees que hay un solo Dios, y en esto haces bien; pero los demonios también lo creen, y tiemblan de miedo.”
Satanás y sus demonios comprenden mejor que nadie que hay un Dios; sin embargo, están lejos de Él. Su des-tino eterno ha sido sellado. Ciertamente no les veremos en el cielo junto a los que pertenecen al Señor.
Al igual que Satanás y sus demonios, se puede creer en Dios, y aun así no tener un lugar garantizado en el cielo.
En Romanos 1:18-20, Pablo dice a los romanos que creer en Dios es una de las cosas más naturales del mundo:
“Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad; porque lo que de Dios se conoce les es manifiesto, pues Dios se lo manifestó. Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa.”
La creación es testigo de la grandeza de Dios. Al con-templar el sol y la lluvia, observamos Su amor y cuidado, y vemos Su poder manifestarse en los terremotos y las tormentas. En cada aliento que nos da vida y en cada latido de nuestro corazón, vemos Su fidelidad. Dice el salmista que los necios son los únicos en afirmar que no hay Dios (ver Salmo 14:1).
En Romanos 1:21, Pablo continúa y dice:
“Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.”
Aquí Pablo describe a personas que, a pesar de conocer a Dios, continuaban en la oscuridad. De aquí podemos concluir que no basta con conocerle. Al igual que los individuos que describe Pablo en estos versículos, se puede saber que Dios existe, y aun así continuar bajo Su juicio.
Podemos llevar una vida correcta, y aun así no ser verdaderos creyentes
Pasemos ahora de la creencia en Dios a otro tema: el estilo de vida. Todos hemos conocido a individuos que dicen creer en Dios, pero que no honran a Dios a través de su estilo de vida. De hecho, Jesús a menudo conde-naba a los hipócritas de Su época, recordándoles que una fe verdadera en Dios implica un cambio en la forma de vida.
No obstante, una vez dicho esto, debemos saber que las Escrituras también nos enseñan que es posible creer en Dios y vivir una vida correcta, y aun así no ser un creyente verdadero. Existen diversos ejemplos de esto en la Biblia.
El primero de ellos se encuentra en Lucas 18. En uno de Sus viajes, Jesús conoció a un adinerado gobernante. Dicho gobernante se acercó a Jesús deseando saber cómo podía heredar la vida eterna. Por el contexto sabemos que este hombre no sólo creía en Dios, sino que también obedecía los mandamientos de Moisés (ver Lucas 18:20-21). Pero luego de hablar con este gobernante, Jesús se volvió a Sus discípulos, en Lucas 18:24-25, y les dijo:
“… ¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Porque es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”.
Este hombre no sólo creía en Dios, sino que también se esforzaba por obedecer Sus mandamientos; sin embargo, según Jesús, no iba a entrar en el reino de Dios.
En el libro de Hechos, capítulo diez, leemos el relato de Cornelio. Veamos la descripción que la Biblia nos brinda sobre este hombre y su familia en Hechos 10:1-2:
“Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada la Italiana, piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía mu-chas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre”.
No hay dudas acerca del carácter de este hombre y de su familia, quienes creían en Dios y le servían de todo corazón. Pero a pesar de que creían en Dios y de sus buenas obras, un día un ángel se apareció ante Cornelio. Veamos lo que este ángel le dijo en Hechos 11:13-14:
“…Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa.”
Este versículo nos muestra claramente que a pesar de que Cornelio era devoto y temeroso de Dios, necesitaba ser salvo. Sus creencias y sus buenas obras no eran suficientes para que fuera al cielo.
En Juan, capítulo tres, leemos el relato de un fariseo llamado Nicodemo. Este era un hombre poseedor de muchas buenas cualidades, y al ser fariseo, no solo creía en Dios, sino que le servía religiosamente. No existía grupo en Israel tan religioso como el de los fariseos. Sin embargo, escuchemos lo que Jesús le dice a este hombre religioso y temeroso de Dios en Juan 3:3:
“Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”.
Aquí se sugiere que Nicodemo, a pesar de mostrar un comportamiento bueno y religioso en esta etapa de su vida, no iba a ver el reino de Dios. Sus buenas obras y sus creencias no eran suficientes para convertirlo en un hijo de Dios.
A través de todos estos ejemplos, podemos ver clara-mente que es muy posible creer en Dios y llevar una vida correcta, y aun así no ser un verdadero cristiano.
Podemos experimentar una gran sinceridad y fervor por el Señor, y aun así no ser salvo
A las cualidades antes mencionadas, añadamos un fervor por el Señor y por Su obra. La Biblia nos dice que es posible sentir un gran fervor por el Señor y por Su obra, y no ser salvo. Ya hemos visto un ejemplo de esto a través de la vida de Cornelio. Volvamos entonces a analizar este caso.
En Hechos 10:1-2, se nos dice claramente que Cornelio era un hombre devoto y temeroso de Dios. Su sinceridad era indiscutible. Esto se hace patente cuando el ángel le habla acerca de sus oraciones y limosnas en Hechos 10:4:
“El, mirándole fijamente, y atemorizado, dijo: ¿Qué es, Señor? Y le dijo: Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios”.
¿Qué nos enseña este versículo? Gracias a él compren-demos que las oraciones y las buenas obras de Cornelio eran aceptables delante Dios. Y para que fueran aceptables delante Dios, tenían que haber sido ofrecidas con un corazón sincero. Cornelio era sincero de corazón en su servicio a Dios; sin embargo, a pesar de tener un corazón sincero, fue invitado a buscar a Pedro con el objetivo de que él y su familia pudieran ser salvos, y pudieran convertirse en hijos de Dios.
El apóstol Pablo dice a sus lectores en Romanos 10:1-3 que el pueblo de Israel, a pesar de ser muy sincero y fervoroso para con Dios, no había alcanzado la salvación:
“Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios…”
Ni la fe en Dios que Israel tenía, ni sus buenas obras, ni su fervor hacia Dios eran suficientes, pues a pesar de todas esas buenas cualidades, Pablo oraba para que fueran salvos. Así vemos que un corazón sincero y un fervor hacia Dios no son suficientes para ir al cielo.
Podemos llamarle “Señor” y no tener una relación correcta con Él
Los israelitas del Antiguo Testamento reconocían que el Señor era su Dios. Oigamos lo que Dios dice de ellos en Oseas 8:2:
“A mí clamará Israel: Dios mío, te hemos conocido”.
Israel proclamaba que el Señor era su Dios. Aquí se está afirmando de manera implícita que los israelitas reconocían Su Señorío en sus vidas. Sin embargo, el contexto en que se ubica este versículo también indica que habían rechazado el bien, y por ello estaban bajo Su juicio. En Oseas 8:3, leemos:
“Israel desechó el bien; enemigo lo perseguirá.”
Este pasaje nos enseña que podemos proclamar al Señor como nuestro Dios, y aun así no hacer Su voluntad.
Jesús deja bien claro esto en Mateo 7:21 cuando dice:
“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.
Lo que nos dicen estos versículos es que existen mu-chas personas que proclaman a Jesús como su Señor, pero no entrarán en el reino de los cielos. Estoy convencido de que algunos de ellos verdaderamente creen haberle dado el primer lugar a Jesús en sus corazones. Algunos están de manera sincera tratando de hacer Su voluntad y de vivir para Él.
Pero para alcanzar la salvación, no basta con proclamar que Jesús es Dios, y seguirle. Se trata de algo más pro-fundo. Tal y como Jesús dijo, habrá muchos que le llamarán Señor, pero no entrarán en el reino de los cielos.
Podemos ser sanados gracias al poder del nombre de Jesús, y no ser verdaderos creyentes
Cuando servía como misionero en la isla Reunión, estuve a cargo de un grupo de cursos bíblicos por correspondencia. En una de las lecciones se formuló la siguiente pregunta: “¿Cómo sabes que eres salvo?”. Una estudiante respondió diciendo: “Hace muchos años yo estuve muy enferma. Entonces oré, y el Señor me sanó. Ahora ya sé que soy salva”. Esta persona sin dudas había experimentado la mano de Dios en su vida. Dios la había sanado. Sin embargo, ella opinaba que como Dios la había sanado físicamente, ya era salva. Nada hubiera podido estar más lejos de la verdad. En el Nuevo Testamento encontramos numerosos encuentros de Jesús con personas enfermas. Muchas de ellas fueron sanadas por el poder del Señor Jesús, pero muy pocas experimentaron verdaderamente la salvación de Dios. La realidad es que la inmensa mayoría de los que fueron sanados por Jesús, le rechazaron más tarde, en el momento de Su crucifixión.
En Lucas, capítulo diecisiete, se nos narra el relato de diez leprosos que vinieron a Jesús buscando sanidad. Jesús les dijo que se mostraran a los sacerdotes. Al abandonar Su presencia, todos fueron sanados (Lucas 17:14), pero de los diez, solamente uno fue profunda-mente conmovido en su corazón y volvió hacia donde estaba el Señor Jesús para agradecerle y glorificarle. Aun así, no se nos dice si este individuo verdaderamente confió en el Señor Jesús para obtener salvación eterna. Lo que este fragmento nos enseña es que podemos haber sido tocados física o emocionalmente por el Señor, y aún estar perdidos en nuestros pecados.
Podemos ser liberados del poder de las tinieblas gracias a Cristo, y no ser salvos
Las Escrituras también indican que podemos ser libera-dos de espíritus malignos, y aun así no ser salvos en el Señor Jesús. En Mateo 12:43-45, Jesús dio instrucciones a Sus discípulos sobre la guerra espiritual. Escuchemos lo que les dijo en este pasaje:
“Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuan-do llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero. Así también acontecerá a esta mala generación”.
Jesús utiliza esta secuencia de acontecimientos para explicar a Sus discípulos que una persona puede ser liberada de un espíritu maligno; sin embargo, si el individuo aún no tiene una relación adecuada con Dios, ese espíritu maligno puede regresar trayendo otros consigo, y hacer que la situación final del individuo sea peor que la inicial. Fijémonos ante todo en que el demonio regresa y halla la casa limpia, pero “desocupada”. Cuando se nos dice que la casa estaba “desocupada”, es porque no había demonios allí, ¡pero tampoco estaba la presencia de Dios!
Durante Su ministerio terrenal, Jesús liberó a muchos individuos de los espíritus malignos que los atormentaban. Indudablemente, muchos de estos individuos retomaron su vida normal. Pero esas vidas normales estaban aún desprovistas de Cristo y de Su salvación. A menudo Dios toca las vidas de los incrédulos, pues en Su misericordia le parece apropiado sanarlos de sus enfermedades y liberarlos de sus demonios. Pero el haber sido liberado de espíritus malignos no es una garantía de salvación.
Podemos llegar a conocer quién es Cristo, y aun así no ser salvos de nuestros pecados
En Romanos 14:11 se nos dice que llegará un día en que toda rodilla se doblará ante el Señor Jesús, y toda lengua confesará que Él es el Señor. Incluso los enemigos de Cristo un día conocerán la persona del Señor Jesús, y le confesarán como Señor y Salvador. Pero reconocer a Cristo como Señor, no los librará de una separación eterna de Dios y Su salvación.
En las Escrituras se dice claramente que hasta los demonios del infierno son totalmente conscientes de quién es el Señor Jesús. Esto se explica de manera bastante inequívoca en Lucas 4:41:
“También salían demonios de muchos, dando voces y diciendo: Tú eres el Hijo de Dios. Pero él los reprendía y no les dejaba hablar, porque sabían que él era el Cristo”.
Estos demonios no tenían dudas acerca de la identidad del Señor Jesús. Sabían que Él era el Cristo, el ungido de Dios, que había venido a salvar a Su pueblo de peca-do. Pero el hecho de admitir esto no era suficiente para que esos demonios tuvieran un lugar en el cielo. Muchas personas que reconocen a Jesucristo como el Hijo de Dios que vino a salvarnos de nuestros pecados, morirán sin Él, pues el hecho de confesar y reconocer Su obra no es suficiente para salvar el alma. Podemos concluir entonces que, para poder ser verdaderos hijos de Dios, no basta con aceptar que Jesús es Señor y Salvador.
Podemos temblar por causa de nuestros pecados, y no ser salvos
La Biblia nos dice que es posible temblar debido a nuestros pecados, y aun así no ser verdaderos creyentes. En Santiago 2:19, dice:
“Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan”.
Ya habíamos examinado este versículo en otro acápite, pero vale la pena analizarlo de nuevo. Este versículo nos dice que los demonios creen en Dios y tiemblan. ¿Por qué tiemblan estos demonios? Tiemblan porque saben quién es Dios y porque saben quiénes son ellos a la luz de esta realidad. Saben que su fin se acerca. Saben también que serán juzgados por sus pecados. Son conscientes de que pasarán la eternidad en tormento y sufrimiento. Pero aunque tiemblen ante todo este panorama, no serán salvos.
En Apocalipsis 6:15-17, se nos dice que en el día del juicio, aquellos que no son hijos de Dios dirán a los montes y a las peñas que caigan sobre ellos y los escondan de la ira del Cordero de Dios. Harán esto porque serán plenamente conscientes de la ira que vendrá. En ese momento ellos sabrán lo que el futuro les deparará. Sabrán también que no le pertenecen al Señor Jesús y que pasarán la eternidad sin Él. De sólo pensarlo, temblarán, pero no por ello serán salvos.
El meollo del asunto es el siguiente: un incrédulo puede sentir pesar por haber pecado. De hecho, algunos incrédulos pueden darle la espalda a ciertos pecados y no recaer en ellos nuevamente. Algunos alcohólicos, cuyas vidas han tocado fondo, han dado luego un vuelco de 180 grados a su existencia. Se han arrepentido de sus pecados del pasado provocados por el alcohol; se han comprometido a llevar una vida de sobriedad, y a nunca retornar a su antiguo estilo de vida dominado por la bebida. Al dejar atrás sus pecados del pasado y cambiar sus vidas, pueden convertirse en personas mejores, pero eso no los convierte en cristianos.
Un incrédulo puede llegar a comprender claramente cuál será su destino sin Cristo, e inclusive temblar al pensar cómo será su vida bajo Su juicio, pero su temblor y temor no le proporcionan salvación. He hablado con personas que me han dicho por las claras que saben que irán al infierno. Algunos sienten temor de esta realidad, pero no por ello se han acercado a Cristo para aceptar Su salvación.
Podemos desear de todo corazón la Palabra de Dios, y no ser verdaderos cristianos
Veamos, sin embargo, lo que nos dice Lucas 8:13:
“Los de sobre la piedra son los que habiendo oído, reciben la palabra con gozo; pero éstos no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan”.
En la parábola del sembrador Jesús dice a Sus oyentes que la semilla que cae en terreno rocoso, se asemeja a los que reciben la Palabra de Dios con gozo al oírla, pero que, al no tener raíces, se apartan luego de ella. Este versículo nos indica que es posible que un incrédulo se sienta entusiasmado por la verdad de la Palabra de Dios y que disfrute cuando ésta es proclamada, y aun así nunca experimente la salvación del Señor.
He conocido muchas personas cuya fe consiste sola-mente en doctrina y enseñanzas. Estos individuos sien-ten entusiasmo por la perspectiva doctrinal y defienden su propio punto de vista a capa y espada, pero el verdadero Cristianismo es mucho más que un grupo de doctrinas escritas en un papel.
El escritor de Hebreos se refiere a esto en el 6:4-6 al decir:
“Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio”.
Este pasaje es difícil de entender, pero lo que sí nos queda claro es que es posible haber gustado de la buena Palabra de Dios, y aun así perecer luego en el pecado. El comentarista Matthew Henry interpreta este pasaje de la siguiente manera:
“Pueden sentir cierto gusto por las doctrinas del evangelio, pueden escuchar con placer la Palabra, pueden recordar gran parte de ella y hablar bien de ella; y aun así, nunca son moldeados por ella, ni ella habita abundantemente en sus corazones”. (Henry, Matthew, Comentario de Mathew Henry, New Jersey: Ediciones “Fleming H. Revell”, tomo VI, página 913.)
Estos individuos conocen y aman la verdad, pero poseen muy poca evidencia de una relación personal con Dios.
Podemos experimentar el poder del Espíritu Santo, y aun así no ser salvos
Las enseñanzas del Nuevo Testamento nos dejan muy claro que un individuo puede tener un encuentro con el Espíritu Santo, e incluso puede recibir poder de Su parte para realizar una tarea determinada; y aun así, nunca llegar a ser hijo de Dios. El pasaje de Hebreos 6:4 nos explica que un individuo puede llegar a ser partícipe del Espíritu Santo, y luego recaer para nunca más ser reno-vado.
En Mateo 7:22-23 Jesús nos dice de forma clara que en los días postreros habrá algunos que, habiendo hecho milagros, habiendo profetizado y echado fuera demonios en Su nombre, no serán recibidos en el cielo.
“Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.”
Dios, en Su soberanía, puede inclusive utilizar a un in-crédulo para extender Su reino. Por ello, aunque estos individuos son capaces de hacer grandes cosas en el nombre de Jesús, no le pertenecen realmente. Dios pue-de conferir poder a quien Él desee para llevar a cabo Sus propósitos. En las Escrituras vemos cómo el Señor envió un gran pez a que se tragara a Jonás y luego lo regurgitara en tierra. También usó una asna para que le hablara a Baalam. Vemos así que Dios no se circunscribe a utilizar solamente a los verdaderos creyentes. Él puede utilizar a cualquier persona o cosa que desee para lograr Su propósito.
¿Qué hemos aprendido al analizar todos estos versículos? Nos hemos percatado de que no podemos basar nuestra seguridad de salvación en apariencias solamente. Es cierto que el verdadero creyente debe dar frutos que demuestren que le pertenece a Cristo, pero la garantía de haber sido salvos no se basa exclusivamente en estos frutos, señales externas, buenas obras o creencias. Ser cristiano es mucho más que hacer buenas obras, creer en doctrinas correctas y experimentar el poder de Dios en nuestras vidas. Todas estas cosas son maravillosas, pero no constituyen una prueba segura de que le pertenecemos al Señor Jesús como hijos Suyos.
Reconozco que para muchas personas este capítulo será difícil de leer. Recuerdo que hace algunos años compartí estas verdades durante un servicio en una iglesia en la que, al terminar, un hombre se me acercó en la puerta, y un poco molesto me dijo: “Al oír ese mensaje, nadie jamás podría estar seguro de su salvación”.
Estoy seguro de que muchos de los que lean esto experimentarán una reacción similar. Sin embargo, la realidad del asunto es que nos haría muy bien a todos examinar los fundamentos de nuestra seguridad de salvación. ¿No es acaso mejor cuestionar nuestra salvación, que vivir con una falsa seguridad? Como colofón a este capítulo, debemos preguntarnos: ¿es verdadera nuestra salvación? ¿Estamos seguros de que iremos al cielo? ¿Cómo podemos saberlo con certeza? En el transcurso de los próximos capítulos examinaremos cómo podemos estar seguros de que la salvación que profesamos es genuina.
3 – Cristo en ti
En el capítulo anterior vimos que para determinar si alguien es verdaderamente hijo de Dios, no basta con tener en cuenta las apariencias. Por ello, una pregunta fundamental se impone: ¿Cuál es la diferencia distintiva entre un creyente y un incrédulo? ¿Qué es lo único que me garantiza y asegura completamente que he alcanza-do la salvación?
El apóstol Pablo abordó esta pregunta en Colosenses 1:25-27. Escuchemos lo que dijo acerca de las buenas nuevas del evangelio de Cristo:
“…de la cual fui hecho ministro, según la administración de Dios que me fue dada para con vosotros, para que anuncie cumplidamente la palabra de Dios, el misterio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria…”
En este pasaje Pablo dice a los colosenses que había un misterio que había estado escondido durante generaciones. “Este misterio”— les dijo Pablo—“ahora ha sido manifestado a sus santos”. Y prosiguió diciéndoles que este misterio era el mensaje de “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”.
El argumento de Pablo es más que claro. Jesucristo en ti es la esperanza de gloria. ¿Necesitas acaso garantía de la gloria futura en la presencia de Dios? Según el apóstol Pablo, el secreto de esta esperanza es: “Cristo en ti”.
Volvamos a la pregunta original que formulamos al inicio de este capítulo. ¿Cuál es la diferencia distintiva entre un creyente y un incrédulo? La diferencia no siempre radica en el estilo de vida o en las creencias. Todos hemos conocido a personas que llevan una vida correcta y no son cristianos, así como cristianos que no siempre llevan una vida correcta. También hemos conocido incrédulos que saben mucho acerca de las doctrinas del Cristianismo, y creyentes nuevos que comprenden muy poco de las mismas.
La verdadera característica distintiva entre un creyente y un incrédulo es Cristo. No estoy hablando aquí acerca del conocimiento sobre Cristo, sino de Cristo en Persona. Tal y como dijo el apóstol Pablo, es “Cristo en ti” quien hace que todo sea diferente. Cristo en ti es tu esperanza. El Espíritu de Cristo mora en la vida del creyente. El apóstol Pablo hace énfasis en este tema cuando dice en Romanos 8:9:
“Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”.
Fijémonos bien en lo que dice Pablo. Nos está diciendo que si una persona no tiene el Espíritu de Cristo en él, entonces no le pertenece a Dios. Una vez más nos per-catamos de que la diferencia entre creyente e incrédulo es Cristo y Su Espíritu que mora en nosotros.
Al hablar en su carta a los colosenses en el capítulo 3, versículos del 3 al 4, Pablo les dice:
“Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria”.
Fijémonos en la frase “…Cristo, vuestra vida…”. ¿De dónde proviene nuestra vida espiritual? Nuestra vida es Cristo. Él es la fuente de nuestra nueva vida, y Su presencia es la que nos da la vida. Aquí vemos algo mucho más grande que una simple decisión humana de cambiar el estilo de vida. Se trata de la presencia misma de Cristo viviendo en nosotros y transformándonos desde el interior.
Ya en el Antiguo Testamento Moisés había comprendido esto. Oigamos lo que él le dijo a Dios en Éxodo 33:15-16:
“Y Moisés respondió: Si tu presencia no ha de ir con-migo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros, y que yo y tu pueblo seamos apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra?”
¿Ven lo que Moisés está diciendo aquí? Aquí está diciendo a sus lectores que lo único que distingue a un creyente de un incrédulo es la presencia de Dios. Lo que yo creo o lo que hago no es lo que me hace ser cristiano. Estas cosas son importantes, pero lo que realmente me convierte en cristiano es la presencia del Señor y Su Espíritu en mi vida.
El apóstol Pablo sabía que no podía vanagloriarse de haber hecho nada al respecto por sí mismo. Se refirió a ello en Filipenses 3:3 cuando dijo:
“Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne.”
Al analizar esto comprendemos que, en lo tocante a su salvación, Pablo no confiaba en las obras de su carne. Su esperanza de gloria radicaba solamente en la persona y presencia del Señor Jesús. En 2 Corintios 10:17 dice: “Mas el que se gloría, gloríese en el Señor”. Nos queda más que claro que solamente en Cristo podemos gloriarnos. Nada más importará, porque Dios distingue a Su pueblo del resto de la humanidad únicamente por la presencia y la obra de Cristo en la vida de cada individuo. Por eso, la única garantía de la vida eterna es tener a Cristo viviendo en nosotros. Él es nuestra única esperanza de algún día poder estar ante Dios. El apóstol Pablo lo explica de la forma siguiente en Filipenses 3:8-9:
“Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe.”
Cuando el gran apóstol Pablo compareciera delante de Dios en el día del juicio final, tendría claro que el Señor no le daría entrada en el reino de los cielos gracias a sus sufrimientos por la causa de Cristo ni gracias a la gran obra que hizo en la extensión de Su reino. A pesar de todos sus esfuerzos, la única esperanza de gloria eterna que tenía Pablo radicaba en la persona de Cristo, y en Su presencia y justicia morando en él. Pablo no confiaba en sí mismo, ni tampoco en sus esfuerzos o creencias para entrar al cielo. Sólo confiaba en la persona de Cristo, en Su obra y Su presencia en su vida.
En Juan 6:51 Jesús dijo:
“Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo.”
La enseñanza de este pasaje es que, si deseamos tener vida eterna, debemos comer del Pan de Vida. Jesús es el Pan de Vida. ¿Qué significa entonces comer el Pan de Vida? Cuando comemos algo, lo introducimos dentro de nosotros, y se convierte en parte nuestra. Es precisa-mente eso lo que el Señor Jesús está diciendo. Si alguien desea tener la vida eterna, debe entonces abrir su corazón para recibir a la persona de Cristo y a su Espíritu. Él debe venir a morar dentro de nosotros convirtiéndose en parte de nuestra vida. Quisiera enfatizar una vez más en la importancia de distinguir entre el creer cosas acerca de Jesús y el creer en la persona misma de Jesús. Cuando hablan acerca del Pan de Vida, las Escrituras no se refieren a las enseñanzas acerca de Jesús, sino a Jesús mismo. Si deseamos vivir “por siempre”, necesitamos algo más que enseñanzas, pues precisamos de la persona de Jesús.
En 1 Juan 5:12, hallamos un pasaje que esclarece esto aún más, cuando el apóstol dice:
“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.”
Este pasaje resulta muy claro. Si tenemos al Hijo de Dios dentro de nosotros, entonces tenemos vida; pero si Jesús no está en nosotros, entonces pereceremos.
Todos estos pasajes nos indican que la esperanza de la vida eterna no se encuentra en nosotros ni en cualquier cosa que hagamos. Sólo podemos hallarla en una persona. Nuestra única garantía de ir al cielo es tener a Jesucristo morando en nosotros.
Esto nos lleva a formular otra importante pregunta. Si nuestra seguridad de salvación se halla en la persona de Cristo morando en nosotros, entonces, ¿cómo saber si Cristo está en nosotros? ¿Qué prueba podemos tener de Su presencia en nuestras vidas?
Si la persona de Cristo habita en nosotros, entonces existirá evidencia de ello en nuestra vida. Su vida y Su mente se harán cada vez más y más evidentes; ya no seremos la misma persona. En 2 Corintios 5:17 se dice lo siguiente acerca del creyente:
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son he-chas nuevas”.
Aquí Pablo nos habla muy claramente. Si estamos en Cristo (o sea, si Cristo está en nosotros), entonces se-remos diferentes. El gusto por las cosas viejas que antes disfrutábamos, así como nuestros antiguos hábitos y formas de pensar, comenzarán a desaparecer.
Aunque el creyente aún no se halla completamente libre de su vieja naturaleza, el carácter de Cristo comienza a hacerse evidente en su vida. El amor del Señor se manifestará en la relación del creyente con los demás. Su humildad y paciencia se comenzarán a observar en la manera en la que el creyente se relaciona con familiares y amigos. Su perdón se derramará en aquellos que lo ofenden. El creyente comienza a ser consciente de la existencia de un nuevo poder en su vida. Empieza a experimentar paz para vencer las pruebas que le sobrevienen; una paz que no proviene de él mismo. Su corazón experimenta gozo como nunca antes. Su corazón sufre con las mismas cosas que hacen sufrir al corazón de Dios. Siente el impulso de adorar cuando el Espíritu Santo le insta a alabar y a dar gracias. Encuentra repulsivos los pecados que antes disfrutaba. Siente un nuevo entusiasmo por la Palabra de Dios y por Su camino. Experimenta algo que no es compatible con su vieja naturaleza. La vida de Cristo se está haciendo evidente en él.
Es importante comprender que estamos hablando de algo que está sucediendo dentro del creyente, y no de algo que él o ella esté logrando por esfuerzo propio. El amor que el creyente experimenta hacia aquellos a quienes antes odiaba, no es algo que se logra gracias a un entrenamiento; se trata del amor de Cristo en él. La paciencia y el gozo que experimenta en medio de las pruebas son totalmente ajenos a su naturaleza humana, y a menudo lo sorprenden. Y es que existe una diferencia abismal entre las cosas que luchamos por alcanzar gracias a nuestra fuerza y sabiduría humanas, y el carácter de Cristo revelándose en nosotros. Las primeras son humanas; el segundo es divino. Las primeras nos muestran que incluso los pecadores pueden hacer cosas buenas. El segundo nos demuestra que Cristo está viviendo y revelándose en nosotros. En el creyente siempre existirá evidencia de la presencia de Cristo y de la presencia de Su Espíritu. Cuando el Señor Jesús llega a una vida, todo en ella cambia.
Lo fundamental en este capítulo es la idea de que, en última instancia, la única garantía real de salvación que podemos tener, radica en la persona y la obra de Cristo. No se trata de llegar a comprender e interiorizar una doctrina, sino de la persona misma y la obra del Señor Jesús presentes hoy en tu corazón. Solamente Cristo en nosotros es nuestra esperanza de gloria eterna. Por eso, si queremos tener una garantía de que somos salvos, debemos primero buscar evidencias que testifiquen de la persona y la obra de Cristo en nuestras vidas. El apóstol Juan dice en 1 Juan 5:12:
“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.”
Así vemos que nuestra seguridad de salvación radica en la forma de la persona y en la obra del Señor Jesús. Él ya ha hecho todo lo necesario para que tengamos salvación. Si queremos estar seguros, debemos dejar de mirarnos a nosotros mismos y comenzar a ver lo que Él ha hecho y hace en nosotros hoy. Si Cristo está en ti, entonces podrás tener esperanza y confianza de alcanzar la gloria futura y de habitar en Su presencia por siempre.
4 – El testimonio de Su Espíritu
En el capítulo anterior vimos que la presencia de Cristo en nosotros nos brinda seguridad de salvación. Sabemos que le pertenecemos porque Él vive en nosotros y nos demuestra Su presencia en nuestras vidas. Por ello, si deseamos estar seguros de haber alcanzado la salvación, necesitamos buscar las evidencias de la presencia de Cristo en nuestras vidas.
Prosiguiendo con nuestro estudio, necesitamos escuchar lo que el apóstol Pablo dice en Romanos 8:15-16:
“Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”.
Aquí Pablo nos dice que el Espíritu de Cristo que mora dentro de nosotros, con Su genuina presencia, se comunica con nuestro espíritu asegurándonos que somos hijos de Dios.
Cuando Cristo habita en nuestros corazones, Su presencia, lejos de ser impersonal en nuestras vidas, se torna muy personal. Escuchemos lo que Cristo dijo a la iglesia de Laodicea en Apocalipsis 3:20:
“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”.
Aquí se nos describe a Cristo queriendo entrar en la iglesia de Laodicea. Por ello dice a los creyentes de esa iglesia que cuando le abriesen la puerta y le permitieran entrar, Él cenaría con ellos, y ellos con Él. El vocablo griego que se utiliza aquí y que se traduce como ‘cenar’, se refiere o bien a la comida principal del día, o bien a un banquete. Como vemos, aquí se habla de algo mucho más importante que un simple almuerzo impersonal para tratar temas cotidianos. Este es el tipo de cena que se disfruta con familiares y amigos. Es el tipo de cena que se celebra en un ambiente de alegría y festividad. Es, como vemos, un versículo lleno de amistad y familiaridad.
Percatémonos de que Cristo no sólo prometió que come-ría (tendría comunión) con Su pueblo, sino que también ellos comerían con Él en total comunión. Esto no puede pasar desapercibido. Sabemos que el corazón de Cristo se entrega de lleno a la comunión con Su pueblo; sin embargo, en este versículo Él nos dice también que los corazones de Su pueblo también se sentirían impulsados a tener comunión con Él. Su pueblo también se deleitaría en Su presencia, y juntos disfrutarían de la comunión y de la amistad.
En Juan 15:13-15, Jesús nos describe el tipo de relación que Él tiene con los que le pertenecen:
“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”.
Ciertamente el Señor Jesús es nuestro Dios. A Él le debemos todo. Pero cuando Él entra a morar en nuestras vidas, no lo hace solamente en calidad de Dios, sino también de amigo.
Al ser nuestro Dios y nuestro amigo a la vez, podemos acercarnos a Él en momentos de necesidad para hallar consuelo y consejo. Su Espíritu nos ministra en medio de nuestras dificultades. Hebreos 13:5 dice: …“porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré”. Esta promesa del Señor manifiesta una extraordinaria intimidad. Su presencia no es una fuerza impersonal en nuestras vidas, sino que más bien se compara a una amistad llena de profunda cercanía y comunión.
En Santiago 1:5, se nos indica que cuando estamos necesitando sabiduría y consejo, sólo debemos pedírselos al Señor:
“Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”.
En Filipenses 4:13 se nos dice que cuando no tengamos fuerzas para continuar la lucha, el poder y apoyo de ese gran Amigo siempre estará a nuestra disposición: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”.
Una relación así con Cristo es tan personal, que no sólo nos permite hablar con Él, sino que Él también nos habla y nos da la capacidad de escuchar Su voz. “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10:27). Esta voz, aunque imperceptible, no deja de ser muy real y reconfortante. ¿Quién de nosotros no ha escuchado esa voz inaudible guiándonos, consolándonos o tranquilizándonos en medio de los sufrimientos y confusiones de esta vida?
Como somos Sus hijos, el Señor Jesús nos da oídos para oír Su voz. “Entonces les dijo: El que tiene oídos para oír, oiga” (Marcos 4:9). Para los incrédulos esta verdad puede ser difícil de comprender. Pero los creyentes conocemos la voz de Dios en nuestro espíritu. Sentimos Su presencia que nos dirige y consuela, y escuchamos Su Espíritu cuando habla a nuestro ser. ¡Cuán asombroso es poder escuchar estas palabras de consuelo y seguridad en nuestro espíritu!
Es por este motivo que el Espíritu de Cristo puede testificar “a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Todos los que estamos casados, conocemos la importancia de recibir muestras de amor y afecto por parte de nuestros cónyuges. Incluso los amigos necesitan reafirmar su amistad cada cierto tiempo. Dios conoce nuestra necesidad y nos convence de Su relación con nosotros comunicándose con nuestro espíritu. Él susurra en nuestros oídos espirituales: “Eres mío”, confirmándonos nuestra relación con Él y Su presencia en nuestras vidas.
Como vemos, el Espíritu Santo nos reafirma nuestra relación con Dios de manera muy personal. El pastor británico Charles Spurgeon, durante un discurso llamado “Seguridad total”, dijo lo siguiente:
“El cristiano verdadero sólo puede conformarse al recibir un testimonio divino en su alma. El Espíritu de Dios debe hablar a nuestra conciencia y corazón de manera sobrenatural, pues no siendo así, nuestro espíritu no hallaría paz ni sosiego”. (Spurgeon, C.H., “Seguridad total”, en el sitio web: www.spurgeon.org/sermons/0384.html)
Aquel que realmente le pertenece a Cristo, escucha esta voz interna y siente seguridad en su corazón, pues su espíritu ha sido afirmado por el Espíritu de Cristo. Experimenta así una paz interior y una convicción que proviene del Espíritu de Dios mismo, quien testifica a su espíritu asegurándole que le ama y le acepta.
Escuchemos lo que Jesús dice en Juan 8:42-44:
“Jesús entonces les dijo: Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido… ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer…”
Vemos aquí que el Señor Jesús dijo a los incrédulos de su época que no podían escucharle porque no le pertenecían. Pero a aquellos que le pertenecen, Él les ha dado oídos para oír Su voz reconfortante, pues Su Espíritu se comunica con el de Sus hijos.
¿Deseas saber si verdaderamente le perteneces al Señor? Puedes saberlo escuchando el testimonio que Su Espíritu da en tu corazón. No debemos confundir esta voz con nuestras propias ideas y deseos. Esta es la voz de nuestro Dios y Amigo personal, quien se deleita en reafirmarnos sobre su relación con Él. Y hay que destacar que sólo podemos escuchar esta voz porque nos han sido dados oídos para oírla.
Jesús conoce nuestra frágil naturaleza humana. Sabe también cuánto nos atormentan las dudas, y por ello, cual amante amigo y esposo, desea afirmarnos en nuestra relación con Él; además, se deleita en recordarnos que nos ama y que se compadece de nosotros. Él nos comunica todo esto a través de Su Espíritu Santo al hablarle a nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente. Esta certeza que el Señor nos da, es más que un sentimiento o una esperanza. Consiste en una profunda y sincera convicción, que hace que Sus hijos puedan decir: “Yo sé que pertenezco a Cristo”. Si tú le perteneces, entonces podrás escuchar cómo Su Espíritu testifica a tu espíritu convenciéndote de que le perteneces.
¿Qué esposo querría que su esposa se sintiera insegura acerca de su amor y devoción hacia ella? ¿Qué padre no se sentiría afligido al pensar que su hijo no sabe de su amor por él? De la misma manera, Dios también desea con fervor comunicarte personalmente Su amor y seguridad; desea esculpir esa seguridad en tu mente y tu corazón. Él quiere comprometerse a reafirmarte Su fidelidad para que jamás dudes de Su amor por ti. Por ello, Su Espíritu testifica a tu espíritu mostrándote que le perteneces.
Si deseamos estar seguros de que somos salvos, prime-ro necesitamos buscar las evidencias de la presencia y obra de Cristo en nuestras vidas. Después, necesitamos prestar atención al testimonio del Espíritu de Dios en nuestras vidas, el cual nos reafirma. El Espíritu de Dios llega para asegurarte que eres un hijo de Dios. Los que a Él pertenecen, conocen este testimonio interno y convincente del Espíritu de Dios. Por tanto, si deseas tener la seguridad de ser salvo, debes preguntarle a Dios, y deberás luego escuchar Su voz y convicción internas. Sin dudas se trata de un asunto muy personal entre tu Dios y tú. Pero el verdadero creyente es aquel que ha sido reafirmado en su corazón por el Espíritu del Señor. Esta seguridad sólo proviene de Dios.
5 – El testimonio de Su palabra
En los dos últimos capítulos hemos visto que podemos estar seguros de ser salvos si contamos con la evidencia de la presencia del Señor Jesús en nuestras vidas y con Su testimonio en nuestro espíritu. En este capítulo final, analizaremos otra importante manera de asegurarnos de ser salvos.
Dios nos ha dado Su palabra de forma escrita. Sabemos que Dios no cambia, y tampoco Su palabra. Jesús nos confirmó esto en Mateo 5:18 cuando dijo:
“Hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”.
Todo cuanto se halla escrito en las Escrituras, tendrá su cumplimiento. Podemos confiar en la Palabra de Dios pues es absolutamente fidedigna. Dios lo ha prometido.
En la Palabra de Dios hallamos poderosas afirmaciones. En Juan 3:18, sin rodeos se nos dice:
“El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”.
Ya hemos visto que es posible que un individuo crea cosas sobre Jesús, y que no sea salvo de su pecado. Satanás y sus demonios creen en Jesús y en Su misión en la tierra; sin embargo no disfrutarán de la vida eterna en la presencia de Dios.
Juan 3:18 no habla solamente de la creencia en que Jesús existe, y ni siquiera de la comprensión del porqué de Su venida. Aunque esta es una parte importante en el significado de la palabra ‘creer’, aquí se habla de algo mucho más profundo. En el contexto que nos ofrece Juan 3:18, se habla de poner toda nuestra confianza en Jesús y de colocar nuestro destino en Sus manos. Por ende, el verdadero creyente es alguien que invierte todo lo que tiene en Cristo.
El vocablo griego que se traduce como ‘creer’ indica confiar o encomendarnos a alguien o a algo. En el libro de Génesis leemos el relato de cómo José fue vendido como esclavo, y luego se convirtió en el administrador de la casa de Potifar. En Génesis 39:4 se nos dice que Potifar le confió a José el cuidado de todas sus posesiones.
Veamos cómo funcionaba esto en la vida de Potifar le-yendo el relato de Génesis 39:6:
“Y dejó todo lo que tenía en mano de José, y con él no se preocupaba de cosa alguna sino del pan que comía”.
Para Potifar, creer en José significaba no tener que preocuparse por nada. Él tenía una confianza total en José. Precisamente de este tipo de confianza habla Juan en este versículo. Si decimos que creemos en Jesús para alcanzar salvación, haremos lo mismo que Potifar y dejaremos este asunto completamente en Sus manos. Encomendaremos este tema en Sus manos para que Él lo solucione y pondremos toda nuestra confianza en Su obra.
¿Alguna vez le has ofrecido empleo a alguien, y luego te has puesto a supervisarlo y a ofrecerle sugerencias sobre cómo hacer el trabajo? Lo que esa actitud demuestra es que no confías en que la persona haga bien su labor. Cuando realmente confías en alguien, lo dejas trabajar tranquilamente y sin interferir en su trabajo. Es así como debiera ser también con respecto a nuestra confianza en Jesús como Salvador. Él sabe lo que hace. Puedes encomendarle con total seguridad que cuide de tu destino eterno.
Muchos, a pesar de comprender que Jesús vino y murió por nuestros pecados, piensan que de todas formas debemos hacer algo más para ser aceptados por Dios. Esto sin dudas debe constituir un insulto enorme a la obra de Cristo. En realidad, al pensar así, estamos diciendo: “Señor, agradecemos Tu obra, pero realmente no es suficiente. Déjame añadir algunos toques finales para hacerla aceptable delante del Padre”. Reflexionemos sobre esto. Si la obra del Hijo perfecto de Dios no fuese suficiente para pagar totalmente nuestros pecados y llevar-nos al Padre, entonces ciertamente no habría nada que pudiéramos hacer para pagar el precio necesario.
La parte más difícil de aceptar en lo tocante a la salvación es el darnos cuenta de que el precio ya ha sido to-talmente pagado. Todo lo que debemos hacer nosotros es poner toda nuestra confianza en la obra que ya Cristo hizo y confiar en Él para que esto sea real en nuestras vidas. Nosotros, al igual que Potifar, lo único que tenemos que hacer es sencillamente disfrutar del resultado del trabajo que Cristo hizo a favor nuestro.
Podemos estar postrados en cama por el resto de nuestras vidas, imposibilitados de hacer más buenas obras. Podemos perder la voz y ya no poder hablar más sobre Cristo. Podemos perder nuestro aplomo y ser incapaces de leer la Biblia, o de entender lo que pasa a nuestro alrededor. La obra de Cristo aun bastará por sí sola y será suficiente para que vayamos al cielo si hemos con-fiado en Él.
Cuando realmente podamos decir que creemos de esa manera, y cuando toda nuestra confianza esté en Cristo como nuestro Salvador, tendremos Su promesa (que se halla en Juan 3:18) de que no seremos condenados. Y no seremos condenados porque es Cristo quien pagó el precio por nosotros y nos guarda. Es Su obra la que nos garantiza la salvación. Si dependiera de mí, nunca ten-dría seguridad pues yo siempre fallo. Pero mi fe no está en mí mismo, sino en un Cristo todopoderoso y amante. Confío en Él y en Su promesa, que dice claramente: “El que en él cree, no es condenado” (Juan 3:18). En esto hay una gran seguridad.
Existe otra promesa en Hebreos 13:5:
“…Porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré…”
¡Qué promesa tan grande es esta! Ya hemos visto que nuestra esperanza de salvación radica en la presencia de Cristo en nosotros. Él les ha prometido a aquellos en quienes Él habita que nunca les dejará. Cuando llegue al final de mi viaje espiritual, con toda certeza descubriré que Cristo ha estado y estará conmigo siempre. Su presencia continuará conmigo, asegurándome constante-mente que mi hogar está en el cielo.
No siempre merecemos que Él permanezca con nosotros. A veces contristamos al Espíritu y hasta caemos en pecado. Sin embargo, la promesa de Dios permanece: “NO te desampararé, NI te dejaré…”. Al hacerle mis promesas matrimoniales a mi esposa, le prometí amarla y honrarla en la salud y en la enfermedad, en las buenas y en las malas. Dios nos está haciendo esa misma pro-mesa en este pasaje. Nos está diciendo que permanecerá en nosotros. Aun en los momentos malos en los que le he fallado a Dios, Él se mantendrá fiel a mí. Su compromiso conmigo es mayor que cualquier compromiso que yo tenga con mi esposa. Cuando Él llega a vivir en nuestros corazones, llega para quedarse, en las buenas y en las malas.
En 1 Juan 5:18 se nos asegura que Cristo también nos mantendrá a salvo del maligno:
“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca”
Satanás es más poderoso que nosotros, pero el Señor Dios está con nosotros. Esto significa que estamos guardados y protegidos de nuestro peor enemigo. El mismo Satanás, aunque lo intente con todas sus fuerzas, no puede separarnos del cuidado de nuestro Padre celestial que ha prometido sostenernos. Esto no significa que nunca sufriremos por nuestra fe. A menudo Satanás nos podrá zarandear, pero nunca podrá vencer ni arrebatarnos nuestra relación con Dios. Las Escrituras nos prometen que Dios nos mantendrá a salvo de nuestro peor enemigo espiritual.
Teniendo a Cristo dentro de nosotros, tenemos también el poder de resistir cualquier tentación, prueba o enemigo que se levante contra nosotros. El apóstol Juan nos dice en 1 Juan 4:4:
“Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros, que el que está en el mundo”.
No existe nada que sea lo suficientemente grande o poderoso como para separarnos del Señor. Él es mayor que cualquiera de los pecados que tendrás que enfrentar en tu vida. Él es mayor que cualquier obstáculo físico o espiritual que tengas que enfrentar. Él es mayor que la naturaleza pecaminosa y maligna que habita dentro de ti. Él es mayor que Satanás y todos sus ángeles. Si Cristo está en ti y ha prometido nunca abandonarte, entonces tu destino está en las manos de un Dios que nunca falla. Entrégate a Él y confía en Él para que Sus propósitos sean cumplidos en tu vida.
El apóstol Pablo cuando les escribió a los romanos en el capítulo 8, versículos del 35 al 39 les dijo lo siguiente:
“¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Como está escrito: Por causa de ti somos muertos todo el tiempo; somos contados como ovejas de matadero. Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.
Como vemos, las Escrituras nos aclaran bien que no existe poder ni en el cielo ni en el infierno que sea capaz de separarnos del amor del Señor Jesús.
Percatémonos de lo que dice Pablo en este pasaje. Nos dice que nada puede separarnos del amor de Cristo. Aquí es importante comprender que estamos hablando del amor de Cristo hacia nosotros, y no del nuestro hacia Él. Nuestro amor por Cristo falla a menudo. No siempre le amamos como debemos. En la Biblia, en numerosas ocasiones, el Señor habla con Sus hijos acerca de su amor voluble por Él. Pero a pesar de que a menudo nuestro amor por Cristo falla, Pablo nos dice en este pasaje que el amor de Cristo por nosotros es muy diferente. No existe nada en la creación que sea lo suficientemente poderoso como para quebrar el amor que Cristo siente por nosotros. Nuestra seguridad, por tanto, nunca podrá radicar en nuestro amor por Cristo, sino en el amor que Cristo siente por nosotros. Nuestro amor fluctúa, pero el Suyo siempre será fuerte y estable. Nada cambiará el amor que Él siente por nosotros. Esa es nuestra confianza.
Tenemos otra promesa más del Dios que es siempre veraz, y que se halla en Filipenses 1:6:
“Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”
El Señor Jesús completará la obra que ha comenzado en nuestras vidas. Él se ha comprometido con nosotros y se ha dedicado a terminar lo que ha comenzado en nuestro ser. Percatémonos de que es Cristo quien ha iniciado la obra en nosotros y también es Él quien la llevará a buen término. Este versículo no habla de nosotros o de nuestros esfuerzos, sino de Cristo y de lo que Él está haciendo en nosotros.
Es cierto que podemos resistirnos a la obra que Dios hace en nosotros. Para ser sinceros, nos resistimos a Sus esfuerzos de manera habitual. Pero si nos rendimos ante Él, Él continuará la obra que comenzó, y lo hará hasta que le veamos cara a cara. En Judas 1:24 esto se explica de la forma siguiente:
“Y a aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén”.
¡Qué promesa tan maravillosa tenemos en estos versículos! En ellos se explica que el Señor Jesús llevará a buen término la obra que comenzó en nuestras vidas. A pesar de que a menudo vemos la salvación como el compromiso del creyente con el Señor Jesús, en realidad se trata más del compromiso de Cristo con el creyente. Él vino a ofrecer Su vida para pagar el precio que nosotros no podíamos pagar. Él entra a vivir en la vida de aquel que abre su corazón para recibirlo. Él ha prometido que nunca nos abandonará. Se ha comprometido a guardarnos y protegernos. Desea presentarnos ante Su Padre sin faltas ni acusaciones. La salvación es por tanto, la obra de Cristo en nuestras vidas, pues Él nos acepta, perdona, guarda y nos moldea a la imagen de Su Padre.
Lo más importante que debemos comprender de esto es que el Señor Jesús ha hecho un compromiso con nosotros. Tenemos la promesa de Su Palabra confirmándonos que el que comenzó la obra en nosotros la continuará y terminará. Su amor por nosotros nunca cambiará, aunque el nuestro a veces sea fugaz y superficial. Él ha prometido mantenernos a salvo y presentarnos ante el Padre sin manchas. Ésa es Su promesa para nosotros hoy. Por tanto, nuestra garantía de salvación descansa en tener a “Cristo en nosotros”, en el testimonio de Su Espíritu y en las promesas de la Santa Biblia, inspirada por un Dios que es siempre veraz.
6 – Palabras finales
Si existe algo que quisiera que los lectores aprendieran de este breve estudio sobre la garantía de salvación, es que cualquier seguridad que tengamos debe estar basada en la obra de Cristo. De hecho nunca tendremos total garantía de ser salvos si tratamos de encontrar dicha seguridad en nosotros mismos o en nuestros esfuerzos.
La verdad es que nosotros siempre fallaremos. Nuestro amor por Cristo no siempre será todo lo que debe ser. No siempre viviremos la vida que debemos vivir. En el mejor de los casos, somos indignos de la salvación que el Señor nos ofrece. Pero si miramos hacia nosotros mismos, siempre tendremos motivo de preocupación.
Por ello, nuestra garantía descansa sobre tres cosas- primero en la presencia de Cristo en nosotros, luego, en el testimonio reafirmador que Su Espíritu da a nuestro espíritu, y por último, en las promesas de Su Palabra. Cristo es nuestra única garantía. Él es la única garantía que existe. Nos sentimos re-afirmados no por lo que hacemos sino por la obra de Cristo en nosotros. Nos sentimos reafirmados no porque sentimos que tenemos un compromiso fuerte con Cristo, sino porque Él se ha comprometido con nosotros.
¿Has alcanzado ya la salvación del Señor Jesús? No te pregunto si eres una persona religiosa. No estoy siquiera preguntándote si crees en un grupo determinado de doctrinas. Mi preocupación principal no está en la vida que llevas hoy. Lo que quiero saber es si ya le has abierto tu corazón al perdón y a la obra del Señor Jesús y Su Espíritu. La salvación tiene que ver más con lo que Jesús está haciendo que con lo que nosotros estamos haciendo. ¿Has experimentado ya Su obra liberadora y renovadora? ¿Has tenido ya confirmación por parte del Espíritu Santo de que le perteneces a Cristo?
Si aún no tienes esta garantía hoy, te invito a enfocar tu atención hacia el Único que puede proporcionarte esa seguridad. Pídele que te perdone. Pídele que venga a tu vida para darte salvación. Deja de confiar en lo que has estado haciendo y pon tu confianza íntegra y totalmente en lo que Jesús ha hecho y hará en ti.
Solo podemos tener una verdadera garantía de salvación al poner por completo toda nuestra confianza y esperanza en la presencia del Señor Jesús y Su obra, así como en el testimonio convincente de Su Espíritu que mora en nosotros, y en la Palabra infalible de Sus promesas escritas en las páginas de la Biblia.
Permita Dios que cada lector obtenga de Él esta maravillosa confianza de saber que el Señor le acepta gracias a la obra que Su Hijo Jesús llevó a cabo en su favor.